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Prof. Federico Cantó

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jueves, 20 de febrero de 2014

LAS PIRÁMIDES DE EGIPTO


Las pirámides

En el libro Historia de los Egipcios de Isaac Asimov

La construcción de tumbas de proporciones gigantescas acabó convirtiéndose en la obsesión nacional. Los sucesivos monarcas de Egipto tenían que erigirse tumbas semejantes, pero mayores y más grandiosas. Las técnicas arquitectónicas progresaron rápidamente impulsadas por ese deseo. Imhotep había utilizado piedras pequeñas para construir su edificio, piedras que imitaban a los ladrillos que se empleaban anteriormente. Esto representaba un esfuerzo enorme, debido a que es mucho más difícil colocar con cuidado cien piedras en hileras y columnas, que trasladar y colocar en su sitio una roca trabajada de gran tamaño. A mayor tamaño de las piedras empleadas, menor es el tiempo requerido para colocarlas juntas, siempre, naturalmente, que las piedras puedan ser manejadas.
Así pues, los egipcios aprendieron a manejar grandes rocas utilizando rastras, rodillos, grandes cantidades de aceite para reducir la fricción, y haciendo un uso verdaderamente liberal de músculo humano. Los gigantescos monumentos de piedra que se construyeron a lo largo de los dos siglos siguientes han despertado la admiración de todas las épocas, y son algo así como la «marca de fábrica» del Imperio Antiguo, y, en realidad, de Egipto en general.
Dos mil años después, cuando los curiosos griegos llegaron a Egipto, se quedaron boquiabiertos, espantados, ante estructuras que ya eran antiguas para su tiempo, a las que denominaron pyramides (singular pyramís), término de origen incierto. Nosotros hemos heredado la palabra y hemos adoptado el plural, «pirámide», como singular.
La mastaba múltiple de Zoser es la única en su género que nos queda. Los monarcas posteriores debieron de caer en la cuenta de que una pirámide presentaría un aspecto más esmerado si sus lados fuesen elevándose hasta el vértice con suavidad, en vez de hacerlo por pisos (la estructura de Zoser se ha denominado, por ello, «pirámide escalonada»).
La innovación se produjo, aproximadamente, algo después del 26l4 a. C. cuando una nueva dinastía, la IV, ocupó el trono egipcio. Bajo esta dinastía, el Imperio Antiguo alcanzó su culminación cultural.
Es probable que el primer rey de la dinastía, Sneferu, desease demostrar su propia divinidad y la de su ascendencia eclipsando a sus predecesores de la III Dinastía. Así, emprendió la construcción de una pirámide escalonada mayor que la de Zoser: una pirámide de ocho pisos. Seguidamente llenó los huecos entre piso y piso hasta que los lados presentaron un aspecto uniforme desde la base al vértice. Finalmente, el conjunto se cubrió con piedra caliza blanca y suave, que debía de brillar notablemente bajo el espléndido sol egipcio, aventajando en magnificencia y belleza a cualquier monumento del pasado.
Por desgracia, la piedra caliza que recubría la pirámide ha sido arrancada hace mucho tiempo por sucesivas generaciones, con el fin de usarla para otros fines (y lo mismo sucedió con la piedra caliza que recubría las demás pirámides). Asimismo, parte del relleno entre los pisos de la pirámide se ha caído, de tal modo que ésta parece construida con tres escalones desiguales.
Sneferu construyó otra pirámide, en la que cada estrato de piedra es ligeramente menor que el inferior, de tal modo que la pirámide no tiene pisos, sino que presenta una inclinación uniforme, incluso sin el relleno. En la parte superior, de todos modos, se cambió la inclinación, que se hizo menos empinada, de tal modo que se alcanzaba la cúspide con mayor rapidez. Quizá Sneferu estuviese envejeciendo, y los arquitectos desearon terminar cuanto antes para tener preparada la tumba para cuando muriese el rey. Se la denomina la Pirámide Inclinada.
Después de Sneferu, todas las pirámides (quedan unas ochenta en total) fueron verdaderas pirámides, de lados suavemente inclinados.
La magnificencia de la IV Dinastía, expresada en las pirámides y, sin duda, en el esplendor de los palacios que debió construir para los monarcas aún vivos, supuso un acicate para el comercio. Las riquezas que Egipto almacenaba podían emplearse en el extranjero para adquirir materiales y productos imposibles de obtener en el país.
La península del Sinaí fue ocupada por los ejércitos egipcios para apoderarse de sus minas de cobre —cobre que se utilizaba en el país y para fabricar adornos que se cambiaban en el extranjero—.
Una de las más necesarias importaciones no podía obtenerse muy cerca del país. Se trataba de troncos de árboles altos y derechos; troncos que podían servir como pilares fuertes y bellos, que eran mucho más fáciles de manejar, para la construcción de estructuras no monumentales, que la piedra, tan pesada y difícil de esculpir. Pero el tipo de árboles adecuado no crecía en el valle del Nilo, cuya vegetación era semitropical, sino en las laderas de la costa oriental del Mediterráneo, precisamente al norte de la península del Sinaí.
Esta región tenía varios nombres. Los antiguos hebreos denominaban Canaán a la parte meridional de dicha costa y Líbano a la mitad septentrional. Los «cedros del Líbano», que eran el tipo de árbol que los reyes de la IV Dinastía deseaban, se mencionan varias veces en la Biblia como el más bello y notable de los árboles.
En siglos posteriores, los griegos llamaron Fenicia a la costa oriental del Mediterráneo, y a las tierras del interior, Siria. Estos nombres son ya familiares y son los que voy a usar desde ahora.
Los reyes de la IV Dinastía podían haber enviado expediciones comerciales por tierra, a través del Sinaí, y luego en dirección norte, donde se obtenían los cedros. Sin embargo, esto habría significado un viaje de unas 700 millas en total, y viajar por tierra era difícil y arduo en aquellos tiempos. Además, cargar con los gigantescos troncos a lo largo de esa enorme distancia habría sido totalmente imposible.
La alternativa era alcanzar Fenicia por mar. Sin embargo, los egipcios no eran pueblo marinero (y nunca llegaron a serlo). Su única experiencia derivaba de la navegación por el tranquilo y suave curso del Nilo, por el que se movían sin problemas. E incluso, bajo Sneferu, existían barcos de 170 pies de longitud que recorrían el Nilo en ambas direcciones.
Pero los barcos adecuados para la navegación fluvial no lo eran tanto para aguas más peligrosas, como las del Mediterráneo en caso de tempestad. Con todo, empujado por el deseo de obtener madera, Sneferu envió flotas de hasta cuarenta barcos hacia los bosques de cedros. Estos barcos, algo reforzados, pasaron lentamente del Nilo al Mediterráneo y, bordeando la costa, llegaron a Fenicia. Una vez cargados con los gigantescos troncos y otros productos de valor, iniciaban con gran cautela su viaje de retorno.
Sin duda algunos barcos se perdían debido a las tempestades (como sucede en todas las épocas, incluso en la nuestra), pero quedaban los suficientes como para hacer rentable el viaje. Los egipcios se aventuraron también en el pequeño mar Rojo, situado al este de Egipto, abriéndose camino por esa vía marítima hasta la Arabia meridional y la costa de Somalia. De allí traían incienso y resinas.
Se enviaban también expediciones Nilo arriba, más allá de la Primera Catarata, hacia las misteriosas selvas del sur de las que se traían el marfil y las pieles de animales. (Ya en tiempos de la IV Dinastía, el crecimiento demográfico del valle del Nilo y su intensiva explotación agrícola estaban dejando sentir sus efectos sobre los animales de mayor tamaño, y los elefantes habían sido empujados hacia él sur, más allá de la Primera Catarata).