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Prof. Federico Cantó

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domingo, 23 de febrero de 2014

Los comerciantes en la Edad Media

Los comerciantes
Henry Pirenne: Las ciudades de la Edad Media

A falta de datos es imposible, como ocurre casi siempre en lo que se refiere a problemas de origen, exponer con suficiente precisión la formación de la clase comerciante que suscitó y extendió a través de Europa occidental el movimiento comercial cuyos orígenes hemos esbozado.
En ciertas regiones, el comercio aparece como un fenómeno primitivo y espontáneo. Así ocurrió, por ejemplo, en la aurora de la historia, en Grecia y en Escandinavia. La navegación es en aquellos lugares tan antigua por lo menos como la agricultura. Todo invitaba a los hombres a embarcarse en ella: sus costas profundamente escarpadas, la abundancia de pequeñas bahías, el atractivo de las islas o de las playas que se perfilaban en el horizonte y que incitaban a arriesgarse en el mar tanto más cuanto más estéril era el suelo natal. La proximidad de civilizaciones más antiguas y mal defendidas prometía además fructíferos pillajes. La piratería fue la iniciadora del tráfico marítimo. Ambas se desarrollaron juntas durante mucho tiempo, tanto en los navegantes griegos de la época homérica como en los vikingos normandos.
Es necesario indicar que nada parecido se puede encontrar en la Edad Media, en la que no aparece ningún rastro de este comercio heroico y bárbaro. Los germanos que invadieron las provincias romanas en el siglo v eran completamente ajenos a la vida marítima. Se contentaban con apoderarse de la tierra firme y la navegación mediterránea continuó, como en el pasado, desempeñando el papel que le había sido asignado bajo el Imperio.
La invasión musulmana, que produjo su ruina y cerró el mar, no provocó ninguna reacción. Se aceptó el hecho consumado y el continente europeo, privado de sus salidas tradicionales, se confinó durante largo tiempo en una civilización esencialmente rural. El esporádico comercio que judíos, buhoneros y mercaderes ocasionales practicaban durante la época carolingia era demasiado débil y, por si fuera poco, fue prácticamente reducido a la nada por las invasiones de los normandos y sarracenos, de manera que no hay razón para considerarlo como el precursor del renacimiento comercial, cuyos primeros síntomas podemos situar en el siglo x.
¿Es posible admitir, como parecería natural a primera vista, que se formase poco a poco una clase comercial en el seno de masas agrícolas? Nada hay que permita creerlo. En la organización social de la Alta Edad Media, donde cada familia, de padres a hijos, se hallaba vinculada a la tierra, no vemos qué razón podría impulsar a los hombres a preferir, en lugar de una existencia asegurada por la posesión de tierras, la existencia aleatoria y precaria del comerciante. El afán de lucro y el deseo de mejorar su condición debían estar además singularmente poco extendidos en una población acostumbrada a un genero de vida tradicional, sin ningún contacto con el exterior, donde no se producía ninguna novedad ni curiosidad y en la que indudablemente faltaba el espíritu de iniciativa. La asistencia a los pequeños mercados radicados en las ciudades y en los burgos no proporcionaba a los campesinos más que escasos beneficios, que no les inspiraban deseos, ni les hacían entrever la posibilidad de un género de vida basado en el intercambio. Desde luego, la idea de vender su tierra para procurarse dinero líquido no se le ocurrió a ninguno de ellos. El estado de la sociedad y de las costumbres se oponía a ello de manera invencible. En resumen, no se tiene el menor indicio de que jamás alguien haya soñado en una operación tan arriesgada como azarosa.
Algunos historiadores han considerado como los antepasados de los mercaderes de la Edad Media a los servidores encargados por las grandes abadías de conseguir los productos indispensables para su sustento e, indudablemente también algunas veces, de vender, en los mercados vecinos, el excedente de sus cosechas o de sus vendimias. Esta hipótesis, por ingeniosa que sea, no resiste a un examen. En primer lugar, los «mercaderes de abadías» eran demasiado escasos como para ejercer una influencia de cierta importancia. Además no eran negociantes autónomos, sino empleados dedicados exclusivamente al servicio de sus dueños. No se puede comprobar que hayan practicado el comercio por su cuenta. No se ha conseguido, y ciertamente no se ha de conseguir jamás, establecer entre éstos y la clase comerciante, cuyo origen buscamos aquí, una posible relación.
Todo lo que se puede afirmar con seguridad es que la profesión de comerciante aparece en Venecia en una época en la que aún nada podrá hacer prever su expansión en la Europa occidental. Casiodoro, en el siglo vi, describe ya a los venecianos como un pueblo de marinos y mercaderes. Sabemos con seguridad que en el siglo ix se habían producido en la ciudad enormes fortunas. Además, los tratados comerciales que firmó la ciudad por aquel entonces con los emperadores carolingios o con los de Bizancio no dejan lugar a dudas sobre el género de vida de sus habitantes. Por desgracia no se conserva ningún dato acerca del procedimiento por el que acumulaban sus capitales y practicaban sus negocios. Es casi seguro que la sal, desecada en los islotes de la laguna, fuera objeto, desde muy antiguo, de una exportación lucrativa. El cabotaje a lo largo de las costas del Adriático y, sobre todo, las relaciones de la ciudad con Constantinopla produjeron beneficios aún más abundantes. Es sorprendente comprobar de qué manera se ha perfeccionado ya en el siglo x el ejercicio del negocio en Venecia. En una época en la que la instrucción es monopolio exclusivo del clero en toda Europa, la práctica de la escritura está ampliamente difundida en Venecia y es absolutamente imposible no poner en relación este curioso fenómeno con el desarrollo comercial. También es posible suponer, con bastante verosimilitud, que el crédito le ha ayudado desde épocas remotas a conseguir el grado de desarrollo qué alcanzo. Es cierto que nuestros datos al respecto no van más allá del comienzo del siglo xi, pero la costumbre del crédito marítimo aparece tan desarrollada en esta época que es necesario remontar su origen a una fecha más antigua.
El mercader veneciano obtiene de un capitalista, con un interés que se eleva por lo general al 20 por 100, las sumas necesarias para constituir una carga. Se fleta un navío por cuenta de varios mercaderes que trabajan en común. Los peligros de la navegación tienen como consecuencia que las expediciones marítimas se hagan en flotillas formadas por muchos navíos, provistos de una tripulación numerosa convenientemente armada . Todo indica que los beneficios son extraordinariamente abundantes. Los documentos venecianos no nos proporcionan apenas datos precisos, pero podemos suplir su silencio gracias a las fuentes genovesas. En el siglo xii, el crédito marítimo, el equipamiento de los barcos y las formas del negocio son las mismas en ambas partes . Lo que sabemos acerca de los enormes beneficios conseguidos por los marinos genoveses debe ser, por consiguiente, igualmente válido para sus precursores venecianos. Y sabemos lo suficiente como para poder afirmar que el comercio, y sólo el comercio, pudo, en ambos lados, proporcionar abundantes capitales a aquellos cuya suerte fue favorecida por la energía y la inteligencia .
Pero el secreto de la fortuna tan rápida y prematura de los mercaderes venecianos se encuentra indudablemente en la estrecha relación que vincula su organización comercial con la de Bizancio y, a través de Bizancio, con la organización comercial de la Antigüedad. 
En realidad, Venecia no pertenece a Occidente nada más que por su situación geográfica; pues le es ajena tanto por el tipo de vida que lleva como por el espíritu que la anima. Los primeros colonos de las lagunas, fugitivos de Aquilea y de las ciudades vecinas, aportaron la técnica y el utillaje económico del mundo romano. Las relaciones constantes, y cada vez más activas, que desde entonces mantuvo la ciudad con la Italia bizantina y con Constantinopla, salvaguardaron y desarrollaron esta preciosa herencia. En resumen, entre Venecia y el Oriente, que conserva la tradición milenaria de la civilización, no se perdió jamás el contacto. Podemos considerar a los navegantes venecianos como los continuadores de aquellos navegantes sirios que hemos visto frecuentar de una manera tan activa, hasta los días de la invasión musulmana, el puerto de Marsella y el mar Tirreno. No necesitaron, pues, un largo y penoso aprendizaje para iniciarse en el gran comercio. La tradición no se perdió jamás y esto basta para explicar el lugar privilegiado que ocupan en la historia económica de la Europa Occidental. Es imposible no admitir que el derecho y las costumbres comerciales de la Antigüedad no sean la causa de la superioridad que manifiestan y del progreso que consiguieron alcanzar . Estudios detallados demostrarán algún día la hipótesis de lo que aquí anunciamos. No se puede dudar que la influencia bizantina, tan sorprendente en la constitución política de Venecia durante los primeros siglos, haya interesado también a su constitución económica. En el resto de Europa, la profesión comercial surgió tardíamente de una civilización en la que toda huella se había perdido desde hacía mucho tiempo. En Venecia, es contemporánea a la formación de la ciudad y supone una supervivencia del mundo romano.
Venecia ejerció una profunda influencia sobre las otras ciudades marítimas que, en el curso del siglo xi. comenzaron a desarrollarse: Pisa y Genova, en primer lugar, más tarde Marsella y Barcelona. Pero no parece que haya intervenido en la formación de la clase comerciante, gracias a la cual la actividad comercial se difundió paulatinamente desde las costas del mar al interior del continente. Nos encontramos aquí en presencia de un fenómeno totalmente diferente y que no permite de ninguna manera vincularlo a la Antigüedad. Sin duda se pueden hallar, desde épocas remotas, a mercaderes venecianos en Lombardía y al norte de los Alpes, pero no hay pruebas de que hayan fundado colonias. Las condiciones del comercio terrestre son por lo demás bastante diferentes de las del comercio marítimo como para que exista la tentación de atribuirlas una influencia que además no revela ningún texto.
En el curso del siglo x es cuando se constituye nuevamente, en la Europa continental, una clase de comerciantes profesionales cuyos progresos, muy lentos en principio, se van acelerando a medida que avanzan los siglos . E1 aumento de población que comienza a manifestarse en la misma época está evidentemente en relación directa con este fenómeno. Efectivamente, este aumento tuvo por resultado liberar del campo a un número cada vez más considerable de individuos y abocarlos a ese tipo de existencia errante y azarosa que, en toda las civilizaciones agrícolas, es el destino de aquellos que ya no pueden seguir trabajando en la tierra. Multiplicó la masa de vagabundos pululantes a través de la sociedad, viviendo de las limosnas de los monasterios, contratándose en épocas de cosecha, alistándose en el ejército en tiempos de guerra y no retrocediendo ante la rapiña y el pillaje cuando la ocasión se presentaba. Entre esta masa de desarraigados y aventureros hay que buscar sin duda alguna los primeros adeptos al comercio. Su género de vida les impulsaba naturalmente hacia os lugares en los que la afluencia de hombres permitía esperar algún beneficio o algún encuentro afortunado. Aunque frecuentaban asiduamente las peregrinaciones, no se sentían menos atraídos por los puertos, mercados y ferias. Allí se contrataban como marineros, remolcadores de barcos, cargadores o estibadores. El carácter enérgico, templado por la experiencia de una vida llena de imprevistos, debía abundar entre ellos. Muchos conocían lenguas extranjeras y estaban al corriente de las costumbres y de las necesidades de diferentes países . Si se presentaba una oportunidad afortunada, y sabemos que las oportunidades son numerosas en la vida de un vagabundo, estaban entusiásticamente dispuestos a sacarle provecho. Una pequeña ganancia, con habilidad e inteligencia, se puede transformar en una considerable ganancia. Así debía ocurrir al menos en una época en la que la insuficiencia de la circulación y la relativa escasez de las mercancías ofrecidas al consumo debían mantener los precios muy elevados. El hambre, que esta insuficiente circulación multiplicaba en toda Europa, tanto en una provincia como en otra, aumentaba también las posibilidades de enriquecerse para el que supiera aprovecharlas . Bastaba transportar algunos sacos de trigo oportunamente a un determinado lugar para conseguir pingües beneficios. Para un hombre astuto, que no reparase en esfuerzos, la fortuna reservaba, pues, fructíferas operaciones. Y ciertamente, del seno de la miserable masa de estos harapientos errantes, no tardarían en surgir nuevos ricos.
Felizmente, se cuenta con algunos datos oportunos para poder verificar que ocurrió de esta manera. Bastará citar el más característico: la biografía de San Goderico de Fínchale .
Nació a finales del siglo xi, en Lincolnshire, de campesinos pobres, y tuvo que ingeniárselas desde la infancia para encontrar medios de subsistencia. Como otros muchos miserables de cualquier época, se convirtió en vagabundo por las playas, a la búsqueda de restos de naufragios arrojados por las olas. Más tarde le vemos, quizá tras algún hallazgo afortunado, transformarse en buhonero y recorrer el país cargado de pacotilla. Al cabo del tiempo, junta algunas monedas y, un buen día, se une a una comitiva de mercaderes que encuentra en el curso de sus andanzas y a la que sigue de mercado en mercado, de feria en feria y de ciudad en ciudad. Convertido de esta manera en negociante profesional, consigue rápidamente beneficios de tal índole como para permitirse asociarse con algunos compañeros, fletar con ellos un barco y emprender el cabotaje a lo largo de las costas de Inglaterra y Escocia, de Dinamarca y Flandes. La sociedad prospera según sus deseos; sus operaciones consisten en transportar al extranjero los productos que sabe que son allí escasos y en adquirir, en contrapartida, en aquellos mismos lugares, las mercancías que luego venderá en lugares donde su demanda es mayor y donde se pueden conseguir lógicamente los beneficios más lucrativos. Al cabo de algunos años, esta inteligente costumbre de comprar a buen precio y de vender muy caro hace de Goderico un hombre considerablemente rico. Es entonces cuando, tocado por la gracia, renuncia súbitamente a la vida que había llevado hasta entonces, da sus bienes a los pobres y se convierte en eremita.


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La historia de San Goderico, si se suprime el desenlace místico, fue la de muchos otros. Nos muestra con perfecta claridad cómo un hombre surgido de la nada pudo, en un tiempo relativamente corto, amasar una considerable fortuna. Las circunstancias y la suerte contribuyeron sin duda a su fortuna, pero la causa esencial de su éxito, y el biógrafo contemporáneo a quien debemos el relato insiste profusamente en ello, es la inteligencia o, mejor dicho, el sentido de los negocios . Goderico se nos muestra como un calculador dotado de ese instinto comercial que no es raro encontrar en cualquier época en naturalezas emprendedoras. La búsqueda del interés dirige todas sus acciones y se puede reconocer en él claramente ese famoso «espíritu capitalista» (spiritus capitalisticus), del que se nos quiere hacer creer que sólo data del renacimiento. Es imposible mantener que Goderico ha practicado los negocios solamente para cubrir sus necesidades cotidianas. En lugar de guardar en el fondo de un cofre el dinero que ha ganado, lo utiliza para afianzar y extender su comercio. No temo emplear una expresión demasiado moderna al decir que los beneficios que obtiene son empleados a medida que van llegando para aumentar su capital circulante. Es igualmente sorprendente observar cómo la conciencia de ese futuro monje está completamente libre de cualquier escrúpulo religioso. Su preocupación por buscar para cada producto el mercado que le producirá el máximo de beneficios está en flagrante oposición con la doctina de la Iglesia que castiga todo tipo de especulación y con la doctrina económica del precio justo .
La fortuna de Goderico no se puede explicar solamente por la habilidad comercial. En una sociedad tan brutal como la del siglo xi, la iniciativa privada no podía obtener éxito si no era mediante la asociación. Demasiados peligros amenazaban la existencia errante del vagabundo, como para que no se percatase de la necesidad primordial de agruparse para su defensa. Además, otros motivos le impulsaban a buscar compañía. Si en ferias o en mercados surgía una disputa, hallaba en ellos los testigos o las garantías que respondían por él ante la justicia. En sociedad podía comprar las mercancías en una cantidad que, estando reducido a sus propios recursos, no hubiese sido capaz de adquirir. Su crédito personal aumentaba en función del crédito de la colectividad de la que formaba parte y, gracias a ello, podía hacer frente a la competencia de sus rivales. El biógrafo de Goderico nos relata en términos precisos cómo, desde el día en que su héroe se asoció a un grupo de mercaderes viajeros, sus negocios empezaron a prosperar. Actuando de esta manera no hacía sino adaptarse a las costumbres. El comercio de la Alta Edad Media sólo se concibe bajo esta forma primitiva de la que la caravana es la manifestación más característica. Esta es posible gracias a las mutuas seguridades que establecen entre sus miembros, a la disciplina que les impone, al reglamento al que los somete. Poco importa que se trate del comercio marítimo o terrestre, el espectáculo es siempre el mismo. Los barcos sólo navegan agrupados en flotillas, al igual que los mercaderes recorren el país en bandas. Para ellos la seguridad está garantizada por la fuerza, y la fuerza es la consecuencia de la unión.
Sería un absoluto error creer que las asociaciones comerciales, cuyo rastro se puede seguir desde el siglo x, son un fenómeno específicamente germano. También es verdad que los términos que han servido para designarlas en Europa septentrional, gildes y hanses, son originarios de Alemania, pero el hecho de la agrupación se encuentra por todas partes en la vida económica y, sean cuales sean las diferencias de detalle que presente según las regiones, en lo esencial es igual en cualquier sitio, porque en cualquier sitio existían las mismas condiciones que lo hacían indispensable. En Italia, como en los Países Bajos, el comercio sólo pudo difundirse gracias a la colaboración. 
Las «hermandades», las «caridades» y las «compañías» mercantiles de los países de lengua románica son exactrnente análogas las gildes y hanses de las regiones germánicas . Lo que ha dominado a la organización económica no son de ninguna manera los «genios nacionales», son las necesidades sociales. Las instituciones primitivas del comercio fueron tan cosmopolitas como las feudales.
Las fuentes nos permiten hacernos una idea exacta de las agrupaciones comerciales que, a partir del siglo x, son cada vez más numerosas en la Europa occidental . 
Hay que imaginarlas como bandas armadas cuyos miembros, provistos de armas y espadas, rodean a los caballos y a las carretas cargadas de sacos, fardos y toneles. A la cabeza de la caravana marcha "su" portaestandarte. Un jefe, el Hansgraf o Deán, asume el mando de la compañía, la cual se compone de «hermanos» unidos entre sí por un juramento de fidelidad. Un espíritu de estrecha solidaridad anima a todo el grupo. Las mercancías son, según parece, compradas y vendidas en común y los beneficios repartidos en proporción a la aportación hecha por cada uno a la asociación.
Es muy probable que estas compañías, por lo general, hayan realizado viajes muy largos. Nos equivocaríamos de medio a medio si nos imagináramos el comercio de esta época como un comercio local, estrechamente limitado a la órbita de un mercado regional. Ya indicamos cómo los negociantes italianos llegaron hasta París y hasta Flandes. A finales del siglo x, el puerto de Londres es frecuentado regularmente por mercaderes de Colonia, Huy, Dinant, Flandes y Rúan. Un texto nos habla de cómo gentes de Verdún traficaban con España . En el valle del Sena, la Hansa parisiense de los mercaderes del agua está en relación constante con Rúan. El biógrafo de Goderico, al comentarnos sus expediciones en el Báltico y en el mar del Norte, nos muestra al mismo tiempo las de sus acompañantes.
Por tanto, es el gran comercio a larga distancia se prefiere un término más preciso, el comercio a larga distancia, el que ha caracterizado el renacimiento económico de la Edad Media.
De la misma manera que la navegación de Venecia y de Amalfi y, más tarde, la de Pisa y Genova realiza desde un principio travesías de largo alcance, los mercaderes del continente se pasan la vida vagabundeando por vastas zonas . Era para ellos el único medio de conseguir beneficios considerables. Para obtener precios elevados era necesario ir a buscar lejos los productos que se encontraban allí en abundancia, a fin de poder revenderlos después con provecho en aquellos lugares en los que su escasez aumentaba el valor. Cuanto más alejado era el viaje del mercader tanto más provecho sacaba. Y se explica sin dificultad que el afán de lucro fuera tan poderoso como para contrarrestar las fatigas, los riesgos y los peligros de una vida errante y expuesta a todos los azares. Salvo en invierno, el comerciante de la Edad Media está permanentemente en ruta. Los textos ingleses del siglo xii le llaman pintorescamente con el nombre de «pies polvorientos» (pedes pulverosi) . Este ser errante, este vagabundo del comercio, debía sorprender, desde el principio, por lo insólito de su tipo de vida a la sociedad agrícola con cuyas costumbres chocaba y en donde no le estaba reservado ningún sitio. Suponía la movilidad en medio de unas gentes vinculadas a la tierra, descubría, ante un mundo fiel a la tradición y respetuoso de una jerarquía que determinaba el papel y el rango de cada clase, una mentalidad calculadora y racionalista para la que la fortuna, en vez de medirse por la Condición del hombre, sólo dependía de su inteligencia y de su energía. No podemos sorprendernos, pues, si produjo escándalo. La nobleza no tuvo más que desprecio para aquellos advenedizos, cuya procedencia era desconocida y cuya insolente fortuna resultaba insoportable. Se encolerizaba al verlos con mayores cantidades de dinero que ella misma; se sentía humillada por tener que recurrir, en momentos difíciles, a la ayuda de estos nuevos ricos. Excepto en Italia, donde las familias aristocráticas no vacilaron en aumentar su fortuna interesándose a título de prestamistas en las operaciones comerciales, el prejuicio de que la dedicación al comercio es denigrante permanece vivo en el seno de la nobleza hasta el fin del Antiguo Régimen.
En cuanto al clero, su actitud con respecto a los comerciantes fue aún más desfavorable. Para la Iglesia la vida comercial hacía peligrar la salvación del alma. El comerciante, dice un texto atribuido a San Jerónimo, difícilmente puede agradar a Dios. Los canonistas consideran el comercio como una forma de usura. Condenan la búsqueda de beneficios, a la que confunden con la avaricia. Su doctrina del justo precio pretendía imponer a la vida económica una renuncia y, para decirlo todo, un ascetismo incompatible con el desarrollo natural de ésta. Todo tipo de especulación les parecía un pecado. Y esta severidad no tuvo como causa la estricta interpretación de la moral cristiana, sino que es necesario atribuirla también ajas condiciones de vida de la Iglesia. La supervivencia de ésta dependía, en efecto, únicamente de la organización señorial, la cual ya vimos anteriormente hasta qué punto era ajena a la idea empresarial y lucrativa. Si a esto se añade el ideal de pobreza que el misticismo cluniacense otorgaba al fervor religioso, se podrá comprender sin esfuerzo la actitud de desconfianza y hostilidad con la que la Iglesia recibió el renacimiento comercial, al que consideró motivo de escando e inquietud .
Es preciso admitir que esta actitud no dejó de ser beneficiosa. Tuvo por resultado impedir que el afán de lucro se expandiese ilimitadamente; protegió, en cierta medida, a los pobres frente a los ricos, a los endeudados frente a los acreedores. La plaga de deudas que, en la Antigüedad griega y romana, se abatió tan penosamente sobre el pueblo, se consiguió evitar en la sociedad medieval y se puede creer que la Iglesia tuvo mucho que ver con esta solución feliz. El prestigio universal de que gozaba sirvió como freno moral. Si no fue lo suficientemente poderosa para someter a los mercaderes a la teoría del justo precio, sí lo fue, sin embargo, para lograr impedirles que se abandonaran sin remordimientos al afán de lucro. En realidad, muchos se inquietaban por el peligro a que exponían su salvación eterna con su género de vida. El miedo á la vida futura atormentaba su conciencia. En el lecho de muerte, eran muchos los que en su testamento fundaban instituciones de caridad o dedicaban una parte de sus bienes a devolver las sumas conseguidas injustamente. El edificante final de Goderico testimonia el conflicto que se debió desarrollar frecuentemente en sus almas entre las seducciones irresistibles de la riqueza y las prescripciones austeras de la moral religiosa que su profesión, a pesar de venerarlas, les obligaba a violar constantemente .
La condición jurídica de los comerciantes terminó por proporcionarles, en esta sociedad en la que por tantos motivos resultaban originales, un lugar completamente peculiar. A causa de la vida errante que llevaban, en todas partes eran extranjeros. Nadie conocía el origen de estos eternos viajeros. La mayoría procedían de padres no libres a los que habían abandonado desde muy jóvenes para lanzarse a la aventura. Pero la servidumbre no se prejuzga: hay que demostrarla. El derecho instituye que necesariamente es hombre libre aquel que no se le puede asignar un amo. Sucedió, pues, que hubo que considerar a los comerciantes, la mayoría de los cuales eran indudablemente hijos de siervos, como si hubiesen disfrutado siempre de libertad. De hecho, se liberaron al desarraigarse del suelo natal. En medio de una organización social en la que el pueblo estaba vinculado a la tierra y en la que cada miembro dependía de un señor, presentaban el insólito espectáculo de marchar por todas partes sin poder ser reclamados por nadie. No reivindican la libertad: les era otorgada desde el momento en que era imposible demostrarles qué no disfrutaban de ella. La adquirieron, por decirlo de alguna manera, por uso y por prescripción. En resumen, al igual que la civilización agraria había hecho del campesino un hombre cuyo estado habitual era la servidumbre, el comercio hizo del mercader un hombre cuyo estado habitual era la libertad. Desde entonces, en lugar de estar sometido a la jurisdicción señorial y patrimonial, sólo dependía de la jurisdicción pública. Los únicos que resultaron competentes para juzgarlos fueron los tribunales que aún mantenían, por encima de la multitud de cortes privadas, el antiguo armazón de la constitución judicial del estado franco .

La autoridad pública les tomó, al mismo tiempo, bajo su protección. Los príncipes territoriales, que tenían que proteger en sus condados la ley y el orden público y a quienes además correspondía la vigilancia de los caminos y la protección de los viajeros, ampliaron su tutela sobre los comerciantes.
Al actuar de esta manera no hicieron sino proseguir la tradición del Estado cuyos poderes habían usurpado. Ya Carlomagno en un imperio fundamentalmente agrícola, se había preocupado por mantener la libertad de circulación. Había dictado medidas a favor de los peregrinos y de los comerciantes judíos o cristianos, y las capitulares de sus sucesores demuestran que permanecieron fieles a esta política. Los emperadores de la casa de Sajonia actuaron de igual forma en Alemania y lo mismo hicieron los reyes franceses en cuanto tuvieron el poder. 
Además los príncipes tenían un gran interés en atraer a los mercaderes hacia sus países, donde aportaban una actitud nueva y aumentaban fructíferamente las rentas del telonio. Desde muy antiguo vemos cómo los condes toman enérgicas medidas contra el pillaje, vigilan el buen desenvolvimiento de las ferias y la seguridad de las vías de comunicación. En el siglo xi se realizan grandes progresos, y los cronistas constatan que hay regiones en las que se puede viajar con una gran bolsa de oro sin temor de ser despojados. Por su parte la iglesia castiga con la excomunión a los asaltantes de caminos, y las paces de Dios, de las que toma la iniciativa a fines del siglo X, protegen especialmente a los comerciantes. 
Pero no basta con que los comerciantes sean colocados bajo la tutela y la jurisdicción de los poderes públicos. La novedad de su profesión exige además que el derecho, realizado por una civilización basada en la agricultura, se flexibilice y se adapte a las necesidades primordiales que esta novedad le impone. El procedimiento judicial con su rígido y tradicional formalismo, con su morosidad, con su sistema de prueba tan primitivo como el duelo, con el abuso que hace del juramento absolutorio, con sus "ordalías" que dejan al azar la solución de progreso, es para los comerciantes una traba continua. 
Necesitan un derecho más sencillo, expeditivo y equitativo. En ferias y mercados elaboran entre sí una costumbre comercial (jus mercatorum), cuyas primeras huellas podemos sorprender en el curso del siglo X . Es bastante probable que desde tiempo inmemorial, este derecho se introdujera en la práctica jurídica, al menos para el proceso entre comerciantes. Debió constituir para ellos una especie de derecho personal, cuyo beneficio los jueces no tenían ningún motivo para rechazar .
Los textos que hacen alusión al tema no nos permiten desgraciadamente conocer el contenido. Era, sin duda, un conjunto de usos surgidos en el ejercicio del comercio y que se difundieron paulatinamente a medida que éste se fue extendiendo. Las grandes ferias, en las que se encontraban periódicamente mercaderes de diversos países y de las que sabemos que estaba provistas de un tribunal especial encargado de administrar justicia con prontitud, habían presenciado indudablemente la elaboración de un tipo de jurisprudencia comercial, fundamentalmente la misma en todas partes a pesar de las diferencias de los países, las lenguas y los derechos nacionales.
El comerciante aparece de esta manera no sólo como un hombre libre, sino como un privilegiado. Al igual que el clérigo y el noble, disfruta de un derecho excepcional, y escapa , como aquellos, al poder patrimonial y señorial que continuaba pesando sobre los campesinos.