> HISTORIA Y GEOGRAFIA NIVEL MEDIO: octubre 2013

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Este blog es un espacio diseñado para los alumnos del nivel medio. Aquí encontrarán programas, contenidos y actividades de la asignatura Historia y Geografía. También podrán acceder a distintos recursos, diarios, películas, videos, textos, música y otros que contextualizan los temas desarrollados en clase.

Prof. Federico Cantó

lunes, 28 de octubre de 2013

LAS CORTES ESPAÑOLAS

Ver anterior : CRISIS DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA.

CARTA AL CABILDO DE BUENOS AIRES, CÁDIZ, 1808.

Santiago de Liniers y Bremond,
Virrey del Río de la Plata, 1807-1809
El Virreinato del Río de La Plata, a raíz de las invasiones inglesas de 1806 y 1807, se encontraba atravesando una crisis de representación política. El Virrey Sobremonte había sido depuesto por el Cabildo de Buenos Aires que nombró en su lugar, en 1807, como Virrey interino a Santiago de Liniers, héroe de la Reconquista.


Pese a la victoria de Buenos Aires, a fines de 1807, la flota inglesa aún controlaba el Río de la Plata.  Ante esta situación el Cabildo de Buenos Aires decidió nombrar al criollo Juan Martín de Pueyrredón como representante y enviarlo a Madrid con la misión de solicitar ayuda. Al llegar a España, Pueyrredón, es espectador de la crisis de la monarquía española y la formación de la Junta Central de Sevilla.De esta forma describe la situación en la metrópolis en una carta dirigida al Cabildo de Buenos Aires:

Excelentísimo Señor:

El reyno dividido en tantos gobiernos cuantas son sus provincias; las locas pretensiones de cada una de ellas a la soberanía; el desorden que en todas se observa y la ruina que les prepara el ejército francés... que se ha replegado a Burgos, en donde recibe cuantiosos refuerzos, son consideraciones que me impiden permanecer por más tiempo en el desempeño de una comisión que hoy veo sin objeto. Me he retirado de la junta de Sevilla, por no haber en ella más facultades que en las demás para entender en los asuntos de mi cargo(... ) A mi llegada instruiré a vuecelencia muy menudamente de todo lo ocurrido en ésta Metropoli...



Carta al Cabildo de Buenos Aires, de 10 de setiembre de 1808, escrita desde Cádiz.


Actividad para el Aula:

1) Describí la situación del Virreintato del Río de la Plata cuando se produce la crisis de la monarquía borbónica.
2) ¿Cómo relata Pueyrredón la situación del Reino de España?
3) ¿Por qué fracasa la misión de Pueyrredón?

Ver otras actividades con fuentes: Goya, los fusilamientos de 1808.

GOYA, FUSILAMIENTOS DE 1808.

Ver anterior: CRISIS DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA.
Ver siguiente: Trabajo con documentos, Carta al Cabildo de Buenos Aires, Cadiz, 1808.

TRABAJO CON FUENTES VISUALES:

El Expresionismo, movimiento artístico de las primeras vanguardias o vanguardias históricas del siglo XX. Es una corriente artística que busca la expresión de los sentimientos y las emociones del autor más que la representación de la realidad objetiva.

La intensa pasión que inspira la composición consiguió que este lienzo de  Francisco Goya fuese más que un recordatorio de un hecho concreto, y mucho más también que una simple fruto del fervor patriótico del autor. El pintor español, llevado por la intensidad dramática de los hechos que narra, supo expresar en toda su violencia, aunque con sobriedad y eficacia extremas, la crueldad inexorable del hombre para el hombre y a la vez su exasperado y rebelde deseo de libertad.


Los fusilamientos del 3 de Mayo de 1808 
(hace referencia a los fusilamientos de los partisanos españoles en manos de las fuerzas napoleónicas.)
1814 
Lienzo. 2,66 x 3,45
Museo del Prado, Madrid.

1- Analizá la pintura de Goya y respondé las consignas:

a) Describí el contexto histórico en que se producen los fusilamientos.

b)¿Qué elementos elige el artista para hablar de la guerra?
c)
¿Qué colores?
d)
¿Cómo se utiliza la luz?
e)
¿Cómo exppresarías hoy las situaciones de guerra/tragedia?
f)¿Creés que el arte puede servir para denunciar/reflexionar/modificar estas situaciones?

viernes, 25 de octubre de 2013

CRISIS DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA


Ver anterior: El IMPERIO DE NAPOLEÓN
Ver siguiente: LAS REVOLUCIONES HISPANOAMERICANAS.

CRISIS DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA

El enfrentamiento de Francia con Inglaterra a comienzos del siglo XIX había dado como resultado la consolidación del poder del Imperio Napoleónico sobre Europa continental, en tanto que Inglaterra había logrado establecer su supremacía sobre los mares. Napoleón, con el fin de asfixiar económicamente a los británicos, prohibió el comercio entre Europa e Inglaterra mediante un bloqueo de los puertos europeos a los barcos ingleses.

Portugal era el único reino que se opuso al bloqueo y mantenía relaciones comerciales con Inglaterra. Para aislar a Inglaterra Napoleón debía conquistar a Portugal. La invasión del Reino de Portugal no podía realizarla por mar ya que estaba controlado por los Ingleses. Decidido a realizar esta campaña por tierra, Napoleón solicitó permiso a las autoridades españolas, aliadas a Francia, para atravesar su territorio.

Carlos IV, el monarca español, permitió a las tropas francesas atravesar su territorio para invadir Portugal. Al difundirse la noticia amplios sectores de la población española se sintieron traicionados por el Rey considerando que se estaba preparando la entrega de España a Francia. El pueblo español comenzó a organizar un movimiento en su contra, encabezado por el hijo del rey, Fernando. En marzo de 1808, los opositores llevaron a cabo un levantamiento conocido como el “Motín de Aranjuez”; como consecuencia del levantamiento popular Carlos IV debió abdicar el reino en su hijo Fernando quien ocupó el trono de España como Fernando VII.

Carlos IV deseaba recuperar la corona y recurrió a Napoleón buscando su apoyo. Napoleón, por su parte, le comunicó a Fernando VII que lo reconocería como rey de España. Lo mismo hizo con Carlos IV y los reunió a los dos en la ciudad de Bayona, en la frontera entre España y Francia. Pronto Napoleón demostró su estrategia, mediante amenazas obligó a Fernando VII a devolver la Corona a su padre, Carlos IV, quien a su vez abdicó en favor de Napoleón, quien designó a su hermano José Bonaparte como rey de España.

El 2 de mayo de 1808 hubo una gran agitación en las calles de la ciudad. El pueblo de Madrid se levantó contra las tropas francesas y fue brutalmente reprimido. En muchos pueblos y ciudades se formaron juntas de gobierno. Las juntas legitimaban su poder bajo el principio de “la vuelta de la soberanía a los pueblos en ausencia del monarca". Esta idea se basaba en la teoría de que los pueblos son los únicos depositarios de la soberanía y que la delegan en los monarcas, ante la ausencia del monarca, la soberanía volvía al pueblo y éste la delegaba en las juntas locales y provinciales.

La pintura de Goya El tres de Mayo de 1808, hace referencia a los fusilamientos de los partisanos españoles en manos de las fuerzas napoleónicas.
En septiembre de 1808 se formó la Suprema Junta Central que , desde la ciudad de Sevilla, gobernó en nombre de Fernando VII como depositaria de la soberanía que las distintas juntas le habían delegado. El objetivo de la junta era unificar la lucha contra los franceses.

Ante el temor de que los sucesos de España pudieran repercutir negativamente en América, la Junta Central decretó que los territorios americanos dejaban de ser colonias y pasaban a convertirse en parte integrante de la monarquía española y que sus habitantes debían tener iguales derechos que los de la península.

La Junta convocó la reunión de Cortes generales y extraordinarias , una asamblea en la que estaban representados distintos sectores de la población. Hubo grandes debates sobre la forma en que debía realizarse la convocatoria. Los liberales, proponían una convocatoria basada en la cantidad de población y no en los estamentos. Sin embargo, este principio sólo se aplicó en los territorios peninsulares. En América los cabildos seguían eligiendo a los delegados sin tener en cuenta la cantidad de población. Esto desató conflictos, y en 1810 las juntas que se habían formado en Caracas y en Buenos Aires desconocieron la legitimidad de las Cortes.

Las sucesivas derrotas contra los franceses llevaron a la pérdida casi completa del territorio español y obligaron en mayo de 1810 a disolver la Junta Central. En su lugar se crea un Consejo de Regencia que desde la ciudad de Cádiz tuvo la misión de convocar una reunión de Cortes Constituyente. En 1812 las Cortes sancionaron una constitución, conocida como Constitución de Cádiz, o Constitución de 1812. En ella aparecían como principios básicos muchas ideas de la Constitución francesa de 1791: la igualdad; la centralización del poder; la propiedad individual; el fomento de la agricultura y el comercio; el desarrollo de un plan nacional de educación, la división de poderes. Esta Constitución fue derogada en 1814 cuando Fernando VII volvió a ocupar el trono español.


ACTIVIDADES: 

1) Organizá mediante ítems una cronología de los principales sucesos que ponen en crisis a la monarquía española.

2) Justificá las siguientes afirmaciones:

a) “España se oponía a la conquista de Portugal por las tropas napoleónicas.”
b) “La farsa de a Bayona dejó al descubierto la decadencia de la monarquía borbónica.”
c) “ Las juntas de gobierno buscaron poner fin a la monarquía”
d) “La constitución de 1812 tenía características liberales”

Ver actividades con fuentes:
- Pintura: Análisis de Los fusilamientos del 3 de mayo, de Goya.

miércoles, 23 de octubre de 2013

EL IMPERIO NAPOLEÓNICO

Ver anterior: LA REVOLUCIÓN FRANCESA
Ver siguiente: CRISIS DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA 1808-1812

EL IMPERIO NAPOLEÓNICO: 1804 -1815

El estallido de una nueva guerra europea fue aprovechado por Napoleón para convertir a Francia en un imperio poniendo como excusa la necesidad de tener un líder único. Se redactó una nueva constitución y Napoleón se autocoronó emperador en la catedral de Notre Dame en presencia del Papa Pío III.
Fue un imperio centralizado en el que el gobierno tenía el control del Senado. Napoleón buscó pacificar a la población francesa y concedió una amplia amnistía que permitió el regreso de miles de emigrados políticos. El imperio napoleónico extendió por Europa la influencia revolucionaria, difundiendo instituciones y organismos revolucionarios por el resto de los pueblos europeos. En los territorios conquistados introdujo la supresión del feudalismo, el código civil, la administración, el sistema financiero, la universidad. El imperio fue el propagador de las ideas revolucionarias en Europa.
Sin embargo, en Francia se produce un proceso reaccionario. Crea una nobleza y una corte imperial. Los miembros de la antigua nobleza recibieron nuevos títulos y se incorporaron al aparato de poder imperial. En el plano intelectual, cerró periódicos, estableció la censura, restringió las libertades públicas y persiguió a los intelectuales y escritores opositores al régimen
En el plano económico fomentó el desarrollo de las actividades económicas agrícolas e industriales mediante incentivos económicos y un sistema de comercio proteccionista, se reforma la educación ampliando este derecho. Todos los ciudadanos son considerados iguales frente a la ley y tienen la obligación de pagar impuestos.

EXPANSIÓN EUROPEA:


MAPA LA EUROPA DEL IMPERIO DE NAPOLEÓN

Su objetivo era establecer una alianza con Rusia para evitar tener que luchar en dos frentes, y aliarse con Austria para conseguir la legitimación histórica de su régimen. En 1805 aprovechando la alianza con España se enfrentó contra Inglaterra en la batalla naval de Trafalgar con el objetivo de asfixiar la economía de las islas, el resultado fue adverso y provocó la destrucción de las flotas francesas y españolas.
Si bien los mares serán de dominio británico, comenzó  un período de grandes victorias terrestres que extendieron el territorio y la influencia del imperio napoleónico sobre la mayor parte de Europa. En 1805 consigue vencer a Austria, en 1806 consigue ocupar casi todo el territorio prusiano hasta el Vístula, en 1807 firma el tratado de Tilsit con Alejandro I zar de Rusia. 
Con el objetivo de aniquilar el poder económico y militar británico, prohíbe el ingreso de mercaderías británicas a los puertos continentales. Portugal ignora la prohibición y Napoleón decide invadir su territorio ingresando con sus tropas por España.

LA CAÍDA DE NAPOLEÓN:

En 1808 comienzan los problemas para Napoleón. Al ingresar con sus tropas a España con el objetivo de invadir Portugal, Madrid se levanta contra los franceses. Otros lugares de España se unen, el ejército español derrota a los franceses en Bailen. Inglaterra apoya a España y lucha contra Francia, Napoleón recupera el terreno perdido en España y obliga a abdicar al monarca español en favor de su hermano José Bonaparte.

En 1812 Napoleón decide invadir Rusia porque el zar no cumple lo pactado en Tilsit, en junio inicia la campaña, y en septiembre se produce la única batalla en Boronndino. Los rusos practicaban la táctica de tierra quemada, retirarse sin presentar batalla pero quemando cosechas y envenenando pozos. Napoleón entra en Moscú que esta incendiada pero no consigue la rendición.

En invierno Napoleón abandona Rusia, porque no soporta las duras condiciones del invierno ruso y tiene pocos víveres. Pierde más del 50% de los soldados, las potencias europeas se unen contra Napoleón en la batalla de las naciones en Leipzig 1813. Derrotado, en 1814, es desterrado de Francia y se le concede el reino de la isla de Elba pero en 1815 vuelve a Francia tratando de restaurar el imperio (imperio de los 100 días), es derrotado nuevamente en Waterloo y desterrado a la isla de Santa Elena donde murió en 1820. La monarquía de los Borbones fue restaurada con la coronación de Luis XVIII.

Actividades:

    1) Justificá la siguientes afirmaciones:

a)El Imperio Napoleónico conservó los principios de la revolución francesa.
b) El período revolucionario en el Río de la Plata coincide con la invasión de España.


2)  Organizá en una línea de tiempo los principales sucesos de este período.

LOS CALDEOS, ISAAC ASIMOV

Ver anterior: Las ciudades estado sumerias

Los caldeos

adaptación del libro Historia de los Egipcios de Isaac Asimov

Asurbanipal, que había dominado sobre Egipto brevemente, había muerto en el 625 a. C., y por primera vez en siglo y cuarto, Asiria careció de un rey fuerte. Babilonia, aún invicta y rebelde, halló su oportunidad.
La ciudad de Babilonia y la región circundante estaba bajo el control de los caldeos, tribu semítica que había penetrado en la zona hacia el año 1000 a. C. En el último año del reinado de Asurbanipal, el príncipe caldeo Nabopolasar gobernó Babilonia como virrey asirio. Lo mismo que Psamético, se decidió a tomar la iniciativa por su cuenta cuando vio que el poderío asirio había declinado lo suficiente como para hacerlo sin peligro y, también como Psamético, buscó aliados en el exterior.
Nabopolasar los halló entre los medos. Se trataba de un pueblo de lengua indoeuropeas, establecido en una región al este de Asiria en el 850 a. C., cuando Asiria estaba en los comienzos de su imperio. Durante el apogeo de Asiria, Media le fue tributaria.
En la época en que murió Asurbanipal, sin embargo, un jefe medo llamado Ciaxares había logrado unir a cierto número de tribus bajo su mando y formar un fuerte reino. Fue con Ciaxares con quien Nabopolasar concluyó su alianza. Asiria, bloqueada, se vio enfrentada a los medos por el este, y a los babilonios por el sur. Los ejércitos asirios reaccionaron atacando, pero su fuerza, gastada pródigamente a lo largo de los siglos, sin apenas una pausa, había desaparecido. Asiria se resquebrajó, se arruinó y acabó derrumbándose sobre sí misma.
En el 612 a. C., Nínive, capital de Asiria, fue conquistada, y un grito de alegría se elevó de los pueblos sometidos que tanto habían sufrido bajo su dominio. (Entre los gritos de triunfo no fue el menos importante el de un profeta de Judea llamado Nahum, cuyo jubiloso poema aparece en la Biblia).
Sólo dos años después de este trascendental acontecimiento, Necao I (llamado como su abuelo) sucedió a su padre en el trono egipcio. Necao se encontró con una situación difícil. Una Asiria débil era lo ideal para Egipto. Pero que ésta hubiera sido sustituida por potencias nuevas, vigorosas y sedientas de imperio, podía resultar nefasto.
Pese a esto, Necao pensó que no todo se había perdido. Incluso después de la caída de Nínive, fragmentos del ejército asirio se habían refugiado en Harrán, a 225 millas al oeste de Nínive, logrando resistir durante varios años.
Necao decidió hacer algo al respecto. Podía atacar la costa oriental del Mediterráneo, siguiendo las rutas del gran Tutmosis III. Se trataba, a su modo de ver, de una política doblemente acertada, pues aunque no tenía tiempo para socorrer a Harrán, al menos podía proteger la costa oriental del Mediterráneo y contener a los caldeos —esos nuevos creadores de imperios— a una considerable distancia de Egipto.
En el camino de Necao, sin embargo, se encontraba el pequeño Estado de Judá. Habían transcurrido ya cuatro siglos desde que David instaurase su breve imperio, y lo que quedaba de él, Judá, subsistía aún, gobernado por Josías, descendiente de David. Judá había sobrevivido a la caída del reino septentrional de Israel, había resistido a las tropas de Senaquerib y, en verdad, se las arregló para sobrevivir a Asiria.
Y ahora se enfrentaba a Necao. Josías de Judá no podía permitir el paso de Necao sin oponérsele. Si Necao resultaba victorioso le sería fácil dominar Judá; si resultaba derrotado, los caldeos bajarían hacia el sur en busca de venganza contra Judá, por haber dejado pasar a los egipcios. Por ende, Josías preparó a su pequeño ejército.
Necao habría preferido no perder tiempo en Judá, pero no tenía elección. En el 608 a. C, Necao se enfrentó a Josías en Megiddo, en el mismo lugar en que Tutmosis III había derrotado a la coalición de príncipes cananeos casi quince siglos antes. La historia se repitió ahora. Los egipcios resultaron vencedores de nuevo, y el rey de Judá fue muerto. Por primera vez en seis siglos, el poder egipcio dominaba en Siria.
Sin embargo, también los caldeos hacían progresos. Por entonces controlaban ya toda la región del Tigris-Eúfrates. Nabopolasar era viejo y estaba enfermo, pero tenía un hijo llamado Nabucodonosor, muy hábil, que condujo a los ejércitos caldeos hacia el oeste. Josías había sido derrotado y muerto por Necao, pero había retrasado la marcha del ejército egipcio el tiempo justo para que Nabucodonosor pudiera llegar hasta Harrán y ponerle sitio. En el 606 a. C., tomó la ciudad, y los últimos restos del poderío asirio se desvanecieron. Y Asiria desapareció de la Historia.
Esto dejaba a caldeos y a egipcios frente a frente. Se encontraron en Karkemish, allí donde en cierta ocasión Tutmosis I erigiera un cipo para conmemorar la primera vez que los ejércitos egipcios llegaron a orillas del Eufrates.
Si la señal conservaba algún poder mágico en la posterioridad, éste, sin embargo, no revirtió en favor de Egipto. Necao podía derrotar al exiguo ejército de Judá, pero las poderosas huestes de Nabucodonosor eran harina de otro costal. Los egipcios fueron aplastados, y Necao salió de Asia tambaleándose y algo más deprisa que cuando había entrado. El sueño de Necao de restaurar el poder imperial de Egipto duró apenas dos años, y nunca más volvería a intentarlo.
En realidad Nabucodonosor, militar realmente vigoroso, pudo haber perseguido a Necao hasta Egipto y haber ocupado el país si Nabopolasar no hubiese muerto en ese momento, y Nabucodonosor no hubiese tenido que volver a Babilonia para asegurarse la sucesión.
Relativamente en paz, gracias a este afortunado evento, Necao tuvo oportunidad de madurar planes en beneficio de la economía egipcia. Su principal interés se centró en las vías navegables. Egipto era el país de un río de cientos de canales, pero también limitaba con dos mares, el Mediterráneo y el Rojo. A lo largo de las orillas de ambos, los navíos egipcios se habían aventurado con preocupación durante dos mil años o más, hasta Fenicia en el primer caso, y hasta Punt en el segundo.
De vez en cuando los monarcas egipcios habían pensado en la conveniencia de que se excavase un canal desde el Nilo al mar Rojo. De este modo, el comercio podría extenderse de mar a mar, y los barcos podrían ir de Fenicia a Punt directamente.
En los primeros tiempos de la historia egipcia la región entre el Nilo y el mar Rojo era menos seca de lo que sería luego, y en los confines del Sinaí había algunos lagos que ahora no existen. Es probable que en los Imperios Antiguos y Medio existiese algún tipo de canal, que utilizaba estos lagos, pero que requeriría cuidados constantes y que, cuando Egipto atravesó épocas de agitación, quedó obstruido y desapareció. Su recuperación, además, debido a la creciente aridez del clima, se fue haciendo progresivamente más difícil.
Ya Ramsés II había considerado su reconstrucción, pero sin llegar a nada, quizá porque gastó demasiadas energías disparatadamente en la construcción de estatuas en su honor. También Necao soñó con ello, pero fracasó, quizá porque su aventura asiática le había restado fuerzas.
Sin embargo, parece ser que Necao tenía otra idea. Si los mares Mediterráneo y Rojo no podían ser conectados mediante un canal artificial, quizá pudiesen serlo por su vía natural, la del mar. Según Heródoto, Necao decidió descubrir si se podía ir del Mediterráneo al mar Rojo circunnavegando África. Con este fin contrató a navegantes fenicios (los mejores del mundo), obteniendo el éxito deseado, con un viaje que duró tres años. O, al menos, esto es lo que cuenta Heródoto.
Con todo, aunque Heródoto transmite esta historia, afirma rotundamente que no la cree. Y las razones de este escepticismo son que, según los informes, los marinos fenicios creyeron haber visto el sol de mediodía al norte del cenit, al cruzar por el extremo sur de África. Heródoto dice que esto es imposible, ya que en todas las regiones conocidas del mundo, es sol queda al sur del cenit al mediodía.
El desconocimiento de Heródoto de la forma de la Tierra lo condujo a conclusiones erróneas. Está claro que en la zona templada septentrional el sol de mediodía se halla siempre al sur del cenit. Sin embargo, en la zona templada meridional el sol está siempre al norte del cenit.
En verdad, la extremidad meridional de África se halla en la zona templada del sur. El hecho de que los marinos fenicios informasen sobre la posición norte del sol de mediodía, lo que es algo que parecía poco probable a la luz del "sentido común", es una prueba evidente de que habían presenciado el fenómeno realmente, y de que, por consiguiente, habían circunnavegado África. En otras palabras, no es probable que hubiesen contado una mentira tan burda si no hubiese sido verdad.
Con todo, la circunnavegación, si bien tuvo éxito como aventura, fue un fracaso en cuanto a proporcionar información sobre las posibilidades de nuevas rutas comerciales. La duración del viaje fue demasiado larga. Por cierto, hasta dos mil años después no fue posible llevar a cabo el viaje alrededor de África.

martes, 22 de octubre de 2013

LA REVOLUCIÓN FRANCESA

Ver anterior: LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL.
Ver siguiente: EL IMPERIO NAPOLEÓNICO

REVOLUCIÓN FRANCESA: CONSECUENCIAS SOCIALES Y POLÍTICAS

Avanzada la segunda mitad del S. XVIII, la imagen que ofrecía Europa tenía marcadas diferencias, entre el Oeste desarrollado y el Este sin desarrollar; entre el auge del comercio, la industria y la demografía y el relativo estancamiento de la agricultura;  entre la amplia difusión de noticias e ideas de la ilustración entre la burguesía y el atraso de las relaciones sociales y de las instituciones políticas.

En Francia la situación económica era alarmante ya que las actividades productivas de la burguesía se encontraban entorpecidas por la supervivencia de instituciones feudales. La propiedad de la tierra seguía en manos de la nobleza y el clero, quienes continuaban utilizando antiguas técnicas en la producción agrícola; por otra parte, la mayoría de los campesinos continuaban en condición de servidumbre por lo que no tenían posibilidades para incorporarse al mercado interno.

Hacia finales de la década de los años setenta del siglo XVIII se produjo una intensa crisis agrícola; Algunas malas cosechas hicieron que reapareciera el hambre en el campesinado, y aumentaran los precios de los cereales en las ciudades, con la consecuente disminución de ingresos entre los nobles y la menor recaudación de impuestos en el estado.

Lo más intolerable para la población francesa eran los impuestos, tributos que gravaban el 50 o 57% de la renta y de los cuales estaban exentos la nobleza y el clero. Los trastornos financieros de la monarquía iban en aumento. La Corona frecuentemente solicitaba empréstitos (préstamos) que se aplicaban en los gastos más urgentes del Estado y para el sostenimiento del lujo de la corte. Agravando esta situación, la Guerra de los Siete Años (1756-1763), contra Inglaterra, sumergió a Francia en una profunda crisis económica, además de la pérdida de sus dominios en América del Norte y la India.

 La sociedad estaba dividía en tres clases o estados: el clero, la nobleza y el estado llano. Sólo las dos primeras eran privilegiadas. La nobleza tenía privilegios como la exención del impuestos a la tierra y el derecho de percibir de los campesinos ciertos tributos; aparte ocupaban cargos en la corte, en el ejército y en las embajadas. La alta nobleza vivía con gran lujo en París y la nobleza provincial residía en ciudades menores.

El estado llano comprendía a la gran mayoría de la población y se dividía en tres grupos: burgueses, artesanos y campesinos. La burguesía estaba integrada por todos los que no practicaban un trabajo manual: profesores, médicos, abogados, empleados de la administración, comerciantes e industriales. Estos dos últimos pese a sus fortunas continuaban controlados por los otros dos estados.

La monarquía en 1788 convocó a formar una asamblea de Estados Generales para buscar una solución a la crisis económica. Para esto, se realizaron elecciones por separado, de representantes de la nobleza, el clero y el Estado llano (burgueses más ricos). Los representantes de estos Estados Generales se reunieron en París, en mayo de 1789. A la hora de votar como cada estamento tenía igualdad de miembros, siempre perdía el estado llano frente a los nobles y el clero. Pero en esta ocasión el estado llano exigió duplicar el número de asambleístas. El clero y los nobles, con el apoyo real, se negaron a reunirse en conjunto con el Estado llano.

Entonces, el Tercer Estado,  se autoconvocó en Asamblea, e invitó a sumarse a los otros dos Estados. Su objetivo era redactar una constitución que debía obedecer la monarquía. Inmediatamente el Rey clausuró el lugar de sesiones. Ante la firme actitud del Tercer Estado, algunos miembros del clero y la nobleza los apoyaron y se unieron en una nueva Asamblea Nacional donde se dictó "Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano", basada en el principio de que toda soberanía reside esencialmente en la nación y establece como derechos naturales la libertad, la propiedad, la seguridad, la resistencia a la opresión y la igualdad.

El Rey Luis XVI (1774-1793) , reaccionó reuniendo una fuerza militar de 20.000 hombres para acabar con la Asamblea Nacional Constituyente. Por otra parte, la Asamblea se propuso formar una fuerza propia reclutando voluntarios del pueblo. El 14 de julio de 1789,  los ciudadanos de París se alzaron en armas y tomaron el símbolo de la monarquía absoluta, la Fortaleza de la Bastilla, donde estaban encerrados presos comunes y políticos.

Así dio comienzo la Revolución Francesa. El emblema revolucionario que lucían era el gorro frigio, insignia de la libertad. Al circular los rumores de estos hechos por todo el país, los campesinos se armaron, y  quemaron documentación de los castillos donde constaban los derechos feudales, y el estallido social se extendió a toda Francia.

La Asamblea Nacional comenzó a funcionar, abolió el feudalismo, la servidumbre y los derechos señoriales de todo tipo: censos, peajes, derechos de casamiento, uso de molinos, aunque se debían respetar las deudas contraídas. Redactó “La Constitución Civil del Clero” que  disponía que fueran electos por el pueblo, que sus sueldos se los pagara el Estado, que se sometieran a la autoridad de éste y que jurasen fidelidad a la nueva Constitución. En 1791, la Asamblea finalizó su labor al promulgarse la Constitución.

Entre 1792 y 1795 se forma la Convención Nacional que marca la llegada al poder de la burguesía democrática. Los integrantes estaban divididos en tres grupos: los girondinos, que representaban a la alta burguesía comercial e industrial que eran partidarios de la federalización y descentralización; Jacobinos, representantes de la burguesía media y baja que buscaban instaurar una república democrática, y los moderados de orientación republicana pero no muy comprometidos con la revolución.

El gobierno se transformó en una monarquía constitucional con un rey con poderes limitados por cuerpos administrativos elegidos por los ciudadanos con derecho a voto, además se establecía la separación de los poderes. Esto trajo disturbios. Y quienes habían huido de Francia comenzaron a gestar la contrarrevolución. Esta amenaza hizo que se trataran de profundizar los cambios para asegurar el resultado de la Revolución.

En agosto de 1792, el rey Luis XVI trató de huir a Austria, para organizar la  contrarrevolución desde el exterior. El rey y toda su familia fueron hechos prisioneros y juzgados por traición a la Patria. Luis XVI fue condenado a morir en la guillotina en enero de 1793. En octubre de ese año, fue guillotinada la reina María Antonieta.

Los girondinos, que apoyaban la idea de la monarquía constitucional fueron desplazados por los jacobinos en junio de 1793. Los problemas internos se intensificaron y el destino de Francia quedó en manos de Robespierre, líder de los jacobinos, el grupo más radical de la revolución que impulsaba la creación de una república democrática.

En julio de 1794,  un golpe de estado protagonizado por los moderados acabó con el gobierno jacobino poniendo fin a la etapa denominada “Régimen de Terror”, en alusión al gran número de ejecuciones llevadas a cabo bajo el liderazgo de los más exaltados. Maximiliano Robespierre fue ajusticiado en la guillotina.

  Moderados y girondinos impusieron "el terror blanco" contra los jacobinos. Se instalaron en el poder en 1795 y dictaron una nueva constitución formando una República Conservadora que restringía la participación política a la burguesía adinerada. El gobierno queda en manos de un “Directorio”.

En 1799, Francia se encontraba convulsionada por la corrupción y el terror. Napoleón Bonaparte, militar de la Revolución, dio un golpe de estado contra el Directorio para poner orden en Francia e instaura un nuevo gobierno: “El Consulado”, que durará  hasta el comienzo del Imperio Napoleónico en 1804.

La Revolución Francesa fue el cambio político más importante que se produjo en Europa, a fines del siglo XVIII. Su importancia trascendió las fronteras de Francia y sirvió de ejemplo para otros países que se levantaron contra la opresión de la monarquía absoluta. Esta revolución significó el triunfo del pueblo común, oprimido y cansado de las injusticias, sobre los privilegios de la nobleza feudal, el Clero y el absolutismo.

La revolución dio a luz a un nuevo régimen donde la burguesía, y las masas populares, se convirtieron en la fuerza política dominante. Las Colonias españolas en América Latina fueron influidas por sus ideas liberales y guiaron a esos territorios hacia el camino de la independencia.

Ver:  HOBSBAWN, E. LA REVOLUCIÓN FRANCESA.

ACTIVIDADES:

  1) Identificá las causas que impulsan la Revolución Francesa.
  2) Organizá en una línea de tiempo las etapas de la Revolución.
  3) Enumerá los principios que daban fundamento a la Revolución
 4) Justificá la siguiente oración: “La burguesía se encontraba dividida entre jacobinos y girondinos.”
 5) Identificá las consecuencias que trajo la Revolución Francesa.


Ver documental sobre la REVOLUCIÓN FRANCESA

JULIO CESAR, ORÍGEN DEL IMPERIO ROMANO

 Ver anterior: ROMA, LA EXPANSIÓN TERRITORIAL
Ver siguiente: EL IMPERIO ROMANO

En el Libro LUCHAS SOCIALES EN LA ANTIGUA ROMA
Profesor LEÓN BLOCH
Editorial Claridad. Buenos Aires
Revista de Arte, Crítica y Letras
Tribuna del Pensamiento Izquierdista Fundada el 20 de febrero de 1922

Pompeyo, a pesar de sus éxitos militares, no era el hombre que al principio todo el mundo se había figurado; como Sila, no era más que un oficial y por eso carecía de la mayor parte de los requisitos para convertirse en dominador del Imperio mundial y en fundador de una monarquía. Tampoco tenía las dotes políticas indispensables para tamaña empresa. Pero una necesidad produce siempre, en el momento oportuno, al hombre que se precisa y así surgió también para Roma, sumida en desvarios y turbulencias, el salvador: Cayo Julio César.

La aristocracia estaba en bancarrota y hasta su elocuente abogado, Cicerón, dejaba entrever con bastante claridad que la idea de una monarquía —él pensaba en Pompeyo— no le sería antipática, siempre que aquél fuera un señor benigno respecto al Senado y sus partidarios. Al tiempo de la revolución de Catilina, César estaba aún en los comienzos de su cañeta, política. No obstante pertenecer a una familia muy noble, de vastas relaciones con el mundo aristocrático, reconoció con su aguda mirada que en esta parte no se podía recoger ni honores ni poder. Aquí, bajo la protección de un gobierno nepotístico, no le hubiera quedado más que vegetar; por esto, joven aún, pasó a la oposición, contribuyendo por su parte a la eliminación de los últimos restos de la reacción silana. Cuando Rulo y Catilina empezaron a desarrollar su programa social, se mantuvo por cierto callado, pero todo el mundo en Roma sabía que él tenía aspiraciones semejantes. César no desconocía ciertamente el germen sano y fecundo contenido
en la ley de Rulo, pero estaba también firmemente convencido de que bajo las formas políticas ya anticuadas todas las tentativas reformadoras debían resultar ineficaces. En aquel entonces debe haber ciertamente pensado, en la intimidad de su espíritu, que también él hubiera podido ser llamado a encabezar la revolución. Ni era rico como Craso, ni tenía tras de sí una espléndida carrera militar como Pompeyo. Si quería contar con un séquito, no tenía que precipitar los acontecimientos, sino primeramente competir con Pompeyo con magníficos gestos militares, destruir el nimbo de su irreemplazabili-dad y con un porte imponente, aunque le costara muchas deudas, hacer la misma cosa respecto a Craso, el segundo rival, personalmente menos destacado. Eran estos los conceptos más vivos que de la monarquía tenía la fantasía popular, y César logró imponer por ambos lados al pueblo romano el reconocimiento de su índole dominadora, quitando así al avaro Pompeyo y a Craso, menos valiente guerrero, su posición predominante.

Cuatro años después de la caída de Catilina, César llegó al consulado. Su más importante acto de gobierno fue el reparto de los últimos grandes terrenos que el Estado tenía en la feraz Campania. Este era un índice seguro de cómo aprobaba el contenido social del programa de Catilina. También los veteranos de Pompeyo fueron favorecidos bastante en el reparto, así que el ejército, a pesar de haber sido despedido, quedó disponible para un próximo futuro. César creía aún deber necesitar a Pompeyo para dar juntos el golpe contra el partido aristocrático - republicano. Con el consulado de César el partido aristocrático se acabó para Roma. Todos los otros problemas fueron relegados ahora a segundo plano frente a este solo: ¿quién sería la persona que saldría victoriosa del número de los aspirantes a la regencia? Los años siguientes son los de la agonía de la República. Esta se defendió desesperadamente, pero no volvió jamás a ser vital. Ni siquiera la potencia y el prestigio de Pompeyo pudieron mantener al "anden régime", como tampoco éste a aquél, cuando, arrepentido, buscó refugio en los brazos del Senado contra el rival que se volvía cada vez más poderoso. La lucha terminó con la victoria de César (batalla de Farsalia, 9 de agosto del año 48), con la implantación de la monarquía. La aristocracia intentó arrebatarle el premio del triunfo recurriendo al asesinato, pero tampoco por este camino era ya posible infundir nueva vida al cadáver de la república. No se logró más que hacer estallar de nuevo la lucha por la persona del dominador. Los nuevos aspirantes efectuaron juntos un espantoso proceso contra el partido de los asesinos, los enemigos de la monarquía, para luego conducir la lucha como un negocio personal. Trece años más tarde el hijo adoptivo de César, César Octaviano Augusto, pudo —después de haber vencido a su último rival, Marco Antonio, en la batalla de Actium (31 antes de Cristo)— asumir la regencia y fundar una dinastía, la que supo afirmarse por un siglo para luego ceder el lugar a otra.

Sería grave error concebir el traspaso de la república a la monarquía como ligado a cambios políticos y sociales claramente visibles. Social y políticamente, todo parecía haber quedado en el estado de antes. El pueblo siguió siendo soberano y tampoco al Senado fueron formalmente mermados sus plenos poderes. El emperador era un empleado extraordinario, pero inviolable gracias a su poder tribunicio y en condición dé hacer valer todas sus proposiciones por el mando militar supremo (imperium). Debían transcurrir siglos antes de que la monarquía fuera reconocida también en la forma y desapareciera la representación de la continuación de la república. Sin embargo, la monarquía existía ya de hecho y las consecuencias fueron muy beneficiosas.

La característica más esencial de esta nueva monarquía era la existencia de un poder supremo, irresponsable y vitalicio. Ante el titulan de este poder todos se volvieron poco a poco iguales. Tiene el derecho de vida y muerte; puede, como protector del más débil, poner fuera de combate hasta al adversario más potente; puede intervenir en todas las cuestiones administrativas, judiciales y militares. Todas estas facultades constituyen para un gobierno metódico y justo una garantía mucho más segura que la dominación camorrística de una exigua fracción política y las recíprocas obligaciones y manejos de los funcionarios y empresarios. La monarquía produjo una nivelación de la población, en la cual fueron desapareciendo con relativa celeridad tanto las diferencias de casta como las de nacionalidad. Si bien los senadores y los caballeros siguieron gozando de sus relevantes privilegios, el derecho imperial de otorgar y quitar esas dignidades frenaba de manera muy eficaz la acción de las camarillas.

De consecuencias mucho más trascendentales fue el relajamiento de las diferencias nacionales. Aun cuando las provincias no fueron sistemáticamente colonizadas, penetró, sin embargo, en las masas la idea de que cada fuerza laboriosa encontraría en las provincias un campo de aplicación provechosa. Lo que los grandes tribunos habían proyectado demasiado prematuramente y no habían podido realizar a pesar de sus esfuerzos espasmódi-cos, iba efectuándose, ahora que los tiempos estaban maduros, casi por sí mismo. Desde que el segundo emperador, Tiberio, quitó a la Asamblea popular los asuntos políticos para transferirlos al Senado, el derecho de voto había dejado de ser un artículo comercial, por lo cual la emigración se tornó casi obligatoria. 

Roma e Italia dejaron por fin de nutrirse con la expoliación de las provincias. Ahora cada cual tenía que trabajar, si quería vivir y poseer algo, y los gastos del gobierno debían ser soportados por el itálico igual que por el provinciano con sus impuestos. Esta obligación al trabajo fue la panacea que trajo el saneamiento de Italia. Y si Roma siguió siendo, ciertamente, una ciudad de chusma, mendigos y haraganes, un punto de concentración de existencias ociosas, comparte este destino con cada metrópoli. Por otra parte, el nuevo poder central, con su corte fastuosa, visible para todo el pueblo, fomentaba necesidades nuevas y más altas, cuya satisfacción requería un trabajo continuo y bien remunerado. Las provincias, en fin, libradas de sus espíritus torturadores —los famosos procónsules o propretores— se convirtieron en países de cultura lozana, llenos de actividad y vivacidad intelectual.
La vieja y limitada burguesía del "Urbe" fue reemplazada por la burguesía imperial o, mejor dicho, mundial. La potente voluntad en Roma mantenía la unidad del conjunto, pero dentro de este gran conjunto los miembros y las partes tenían suficiente libertad en sus constituciones municipales, de manera que se evitaban los perjuicios de un gobierno rutinario desde arriba. Y aun cuando la cultura de la era imperial romana no produjo las flores magníficas y seductoras que se abrieron en algunos lugares por el concurso y a costa de medios y factores de afuera, la suma de cultura en esta época, tan a menudo denigrada, está mucho más arriba de la de los tiempos de Pericles, del Renacimiento italiano, etc. Y el que no quiere reconocer nada de lo que produjo aquella época, tendrá por lo menos que admitir que en ella la idea de la fraternidad humana encontró por primera vez su expresión en el derecho civil que fue abarcando a todo el mundo, y en la religión romana, el cristianismo, igualmente universal

domingo, 20 de octubre de 2013

ORÍGEN DE LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL. E. J. HOBSBAWM

 Ver anterior: REFORMAS BORBÓNICAS.
Ver siguiente: LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL


El origen de la Revolución Industrial
E. J. HOBSBAWM.

Afrontar el origen de la Revolución industrial no es tarea fácil, pero la dificultad aumentará si no conseguimos clarificar la cuestión. Empecemos, por tanto, con una aclaración previa.

Primero: La Revolución industrial no es simplemente una aceleración del crecimiento económico, sino una aceleración del crecimiento determinada y conseguida por la transformación económica y social. A los primeros estudiosos, que concentraron su atención en los medios de producción cualitativamente nuevos —las máquinas, el sistema fabril, etc.— no les engañó su instinto, aunque en ocasiones se dejaron llevar por él sin rigor crítico. No fue Birmingham, una ciudad que producía mucho más en 1850 que en 1750, aunque esencialmente según el sistema antiguo, la que hizo hablar a los contemporáneos de revolución industrial, sino Manchester, una ciudad que producía más de una forma más claramente revolucionaria. 
A fines del siglo XVIII esta transformación económica y social se produjo en una economía capitalista y a través de ella. Como sabemos ahora, en el siglo XX, no es éste el único camino que puede seguir la Revolución industrial, aunque fue el primitivo y posiblemente el único practicable en el siglo XVIII. La industrialización capitalista requiere en determinadas formas un análisis algo distinto de la no capitalista, ya que debemos explicar por qué la persecución del beneficio privado condujo a la transformación tecnológica, ya que no es forzoso que deba suceder así de un modo automático. No hay duda de que en otras cuestiones la industrialización capitalista puede tratarse como un caso especial de un fenómeno más general, pero no está claro hasta qué punto esto sirve para el historiador de la Revolución industrial británica.


Segundo: La Revolución industrial fue la primera de la historia. Eso no significa que perdiera de cero, o que no puedan hallarse en ella fases primitivas de rápido desarrollo industrial y tecnológico. Sin embargo, ninguna de ellas inició la característica fase moderna de la historia, el crecimiento económico autosostenido por medio de una constante revolución tecnológica y transformación social. Al ser la primera, es también por ello distinta en importante aspectos a las revoluciones industriales subsiguientes. 
No puede explicarse básicamente, ni en cierta medida, en términos de factores externos tales como, por ejemplo, la imitación de técnicas más avanzadas, la importación de capital o el impacto de una economía mundial ya industrializada. Las revoluciones industriales que siguieron pudieron utilizar la experiencia, el ejemplo y los recursos británicos. Gran Bretaña sólo pudo aprovechar las de los otros países en proporción mucho menor y muy limitada. Al mismo tiempo, como hemos visto, la Revolución industrial inglesa fue precedida por lo menos por doscientos años de constante desarrollo económico que echó sus cimientos. A diferencia de la Rusia del siglo XIX o XX, Inglaterra entró preparada en la industrialización.


Sin embargo, la Revolución industrial no puede explicarse sólo en términos puramente británicos, ya que Inglaterra formaba parte de una economía más amplia, que podemos llamar “economía europea” o “economía mundial de los estados marítimos europeos”. Formaba parte de una red más extensa de relaciones económicas que incluía varias zonas “avanzadas”, algunas de las cuales eran también zonas de potencial industrialización o que aspiraban a ella, áreas de “economía dependiente”, así como economías extranjeras marginales no relacionadas sustancialmente con Europa. 
Estas economías dependientes consistían, en parte, en colonias formales (como en las Américas) o en puntos de comercio y dominio (como en Oriente) y, en parte, en sectores hasta cierto punto económicamente especializados en atender las demandas de las zonas “avanzadas” (como parte de Europa oriental). El mundo, “avanzado” estaba ligado al dependiente por una cierta división de la actividad económica: de una parte una zona relativamente urbanizada, de otras zonas que producían y exportaban abundantes productos agrícolas o materias primas. Estas relaciones pueden describirse como un sistema de intercambios —de comercio, de pagos internacionales, de transferencias de capitales, de migraciones, etc.—. Desde hacía varios siglos, la “economía europea” había dado claras muestras de expansión y desarrollo dinámico, aunque también había experimentado notables retrocesos o desvíos económicos, especialmente entre los siglos XIV al XV y XVII.


No obstante, es importante advertir que esta economía europea tendía también a escindirse, por lo menos desde el siglo XIV, en unidades político-económicas independientes y concurrentes (“estados” territoriales) como Gran Bretaña y Francia, cada uno con su propia estructura económica y social, y que contenía en sí mismas zonas y sectores adelantados y atrasados o dependientes. Hacia el siglo XVI era totalmente claro que si la Revolución industrial había de producirse en algún lugar, debía serlo en alguno que formara parte de la economía europea. Por qué esto era así no es cosa que vayamos a analizar ahora, ya que la cuestión corresponde a una etapa anterior a la que trata este libro. Sin embargo, no era evidente cuál de las unidades concurrentes había de ser la primera en industrializarse. El problema sobre los orígenes de la Revolución industrial que aquí esencialmente nos concierne es por qué fue Gran Bretaña la que se convirtió en el primer “taller del mundo”. Una segunda cuestión relacionada con la anterior es por qué este hecho ocurrió hacia fines del siglo XVIII y no antes o después.


Antes de estudiar la respuesta (que sigue siendo tema de polémicas y fuente de incertidumbre), tal vez sea útil eliminar cierto número de explicaciones o pseudoexplicaciones que han sido habituales durante largo tiempo y que todavía hoy se mantienen de vez en cuando. Muchas de ellas aportan más interrogantes que soluciones.


Esto es cierto, sobre todo, de las teorías que tratan de explicar la Revolución industrial en términos de clima, geografía, cambio biológico en la población u otros factores exógenos. Si, como se ha dicho, el estímulo para la revolución procedía digamos que del excepcional largo período de buenas cosechas que tuvo lugar a principios del siglo XVIII, entonces tendríamos que explicar por qué otros períodos similares anteriores a esa fecha (períodos que se sucedieron de vez en cuando en la historia) no tuvieron consecuencias semejantes. Si han de ser las grandes reservas de carbón de Gran Bretaña las que expliquen su prioridad, entonces bien podemos preguntarnos por qué sus recursos naturales, comparativamente escasos, de otras materias primas industriales, por ejemplo, mineral de hierro) no la dificultaron otro tanto o, alternativamente, por qué las extensas carboneras silesianas no produjeron un despegue industrial igualmente precoz. Si el clima húmedo del Lancashire hubiera de explicar la concentración de la industria algodonera, entonces deberíamos preguntarnos por qué las otras zonas igualmente húmedas de las islas británicas no consiguieron o provocaron tal concentración. Y así sucesivamente. Los factores climáticos, la geografía, la distribución de los recursos naturales no actúan independientemente, sino sólo dentro de una determinada estructura económica, social e institucional.. 
Esto es válido incluso para el más poderoso de estos factores, un fácil acceso al mar o a ríos navegables, es decir, para la forma de transporte más barata y más práctica de la era preindustrial (y en el caso de productos en gran cantidad la única realmente económica). Es casi inconcebible que una zona totalmente cerrada por tierra pudiera encabezar la Revolución industrial moderna; aunque tales regiones son más escasas de lo que uno piensa. Sin embargo, aun aquí los factores no geográficos no deben ser descuidados: las Hébridas, por ejemplo, tienen más acceso al mar que la mayor parte del Yorkshire.


El problema de la población es algo distinto, ya que sus movimientos pueden explicarse por factores exógenos, por los cambios que experimenta la sociedad humana, o por una combinación de ambos. Nos detendremos en él algo más adelante. Por ahora nos contentaremos con observar que hoy en día los historiadores no defienden sustancialmente las explicaciones puramente exógenas que tampoco se aceptan en este libro.


También deben rechazarse las explicaciones de la Revolución industrial que la remiten a “accidente históricos”. El simple hecho de los grandes descubrimientos de los siglos XV y XVI no explican la industrialización, como tampoco la “revolución científica” del siglo XVI. Tampoco puede explicar por qué la Revolución industrial tuvo lugar a fines del siglo XVIII y no, pongamos por caso, a fines del XVII cuando tanto el conocimiento europeo del mundo externo y la tecnología científica eran potencialmente adecuados para el tipo de industrialización que había de desarrollarse más tarde. Tampoco puede hacerse responsable a la reforma protestante ya fuera directamente o por vía de cierto “espíritu capitalista” especial u otro cambio en la actitud económica inducido por el protestantismo; ni tampoco por qué tuvo lugar en Inglaterra y no en Francia. La Reforma protestante tuvo lugar más de dos siglos antes que la Revolución industrial. De ningún modo todos los países que se convirtieron al protestantismo fueron luego pioneros de esa revolución y —por poner un ejemplo fácil— las zonas de los Países Bajos que permanecieron católicas (Bélgica) se industrializaron antes que las que se hicieron protestantes (Holanda).


Finalmente, también deben rechazarse los factores puramente políticos. En la segunda mitad del siglo XVIII prácticamente todos los gobiernos de Europa querían industrializarse, pero sólo lo consiguió el británico. Por el contrario, los gobiernos británicos desde 1660 en adelante estuvieron firmememente comprometidos en políticas que favorecían la persecución del beneficio por encima de cualesquiera otros objetivos, y sin embargo la Revolución industrial no apareció hasta más de un siglo después.


Rechazar estos factores como explicaciones simples, exclusivas o primarias no es, desde luego, negarles toda importancia. Sería una necedad. Simplemente lo que se quiere es establecer escalas de importancia relativas y, de paso, clarificar algunos de los problemas de paises que inician hoy en día su industrialización, en tanto y en cuanto puedan ser comparables.


Las principales condiciones previas para la industrialización ya estaban presentes en la Inglaterra del XVIII o bien podían lograrse con facilidad. Atendiendo a las pautas que se aplican generalmente a los países hoy en día “subdesarrollados”, Inglaterra no lo estaba, aunque sí lo estaban determinadas zonas de Escocia y Gales y desde luego toda Irlanda. Los vínculos económicos, sociales e ideológicos que inmovilizaron a la mayoría de las gentes preindustriales en situaciones y ocupaciones tradicionales ya eran débiles y podían ser desterrados con facilidad. Veamos un ejemplo fácil: hacia 1750 es dudoso, tal como ya hemos visto, que se pudiera hablar con propiedad de un campesino propietario de la tierra en extensas zonas de Inglaterra, y es cierto que ya no se podía hablar de agricultura de subsistencia. De ahí que no hubieran obstáculos insalvables para la transferencia de gentes ocupadas en menesteres no industriales a industriales. 
El país había acumulado y estaba acumulando un excedente lo bastante amplio como para permitir la necesaria inversión en un equipo no muy costoso, antes de los ferrocarriles, para la transformación económica. Buena parte de este excedente se concentraba en manos de quienes deseaban invertir en el progreso económico, en tanto que una cifra reducida pertenecía a gentes deseosas de invertir sus recursos en otras instancias (económicamente menos deseables) como la mera ostentación. No existió escasez de capital ni en términos absolutos ni en términos relativos. El país no era simplemente una economía de mercado —es decir, una economía en la que se compran y venden la mayoría de bienes y servicios—, sino que en muchos aspectos constituía un solo mercado nacional. Y además poseía un extenso sector manufacturero altamente desarrollado y un aparato comercial todavía más desarrollado.


Es más: problemas que hoy son graves en los países subdesarrollados que tratan de industrializarse eran poco importantes en la Gran Bretaña del XVIII. Tal como hemos visto, el transporte y las comunicaciones eran relativamente fáciles y baratos, ya que ningún punto del país dista mucho más allá de los 100 km. del mar, y aún menos de algunos canales navegables. Los problemas tecnológicos de la primera Revolución industrial fueron francamente sencillos. No requirieron trabajadores con cualificaciones científicas especializadas, sino meramente los hombres suficientes, de ilustración normal, que estuvieran familiarizados con instrumentos mecánicos sencillos y el trabajo de los metales, y poseyeran experiencia práctica y cierta dosis de iniciativa. Los años posteriores a 1500 habían proporcionado ese grupo de hombres. Muchas de las nuevas inversiones técnicas y establecimientos productivos podían arrancar económicamente a pequeña escala, e irse engrosando progresivamente por adición sucesiva. Es decir, requerían poca inversión inicial y su expansión podía financiarse con los beneficios acumulados. El desarrollo industrial estaba dentro de las capacidades de una multiplicidad de pequeños empresarios y artesanos cualificados tradicionales. Ningún país del siglo XX que emprenda la industrialización tiene, o puede tener, algo parecido a estas ventajas.


Esto no quiere decir que no surgieran obstáculos en el camino de la industrialización británica, sino sólo que fueron fáciles de superar a causa de que ya existían las condiciones sociales y económicas fundamentales, porque el tipo de industrialización del siglo XVIII era comparativamente barato y sencillo, y porque el país era lo suficientemente rico y floreciente como para que le afectaran ineficiencias que podían haber dado al traste con economías menos dispuestas. Quizá sólo una potencia industrial tan afortunada como Gran Bretaña podía aportar aquella desconfianza en la lógica y la planificación (incluso la privada), aquella fe en la capacidad de salirse con la suya tan característica de los ingleses del siglo XIX. Ya veremos más adelante cómo se superaron algunos de los problemas de crecimiento. Ahora lo importante es advertir que nunca fueron realmente graves.


El problema referido al origen de la Revolución industrial que aquí nos concierne no es, por tanto, cómo se acumuló el material de la explosión económica, sino cómo se prendió la mecha; y podemos añadir, qué fue lo que evitó que la primera explosión abortara después del impresionante estallido inicial. Pero ¿era en realidad necesario un mecanismo especial? ¿No era inevitable que un período suficientemente largo de acumulación de material explosivo produjera, más pronto o más tarde, de alguna manera, en alguna parte, la combustión espontánea? Tal vez no. Sin embargo, los términos que hay que explicar son “de alguna manera” y “en alguna parte”; y ello tanto más cuanto que el modo en que una economía de empresa privada suscita la Revolución industrial, plantea un buen número de acertijos. Sabemos que eso ocurrió en determinadas partes del mundo; pero también sabemos que fracasó en otras, y que incluso la Europa occidental necesitó largo tiempo para llevar a cabo tal revolución.


El acertijo reside en las relaciones entre la obtención de beneficios y las innovaciones tecnológicas. Con frecuencia se acepta que una economía de empresa privada tiene una tendencia automática hacia la innovación, pero esto no es así. Sólo tiende hacia el beneficio. Revolucionará la fabricación tan sólo si se pueden conseguir con ello mayores beneficios. Pero en las sociedades preindustriales éste apenas puede ser el caso. El mercado disponible y futuro —el mercado que determina lo que debe producir un negociante— consiste en los ricos, que piden artículos de lujo en pequeñas cantidades, pero con un elevado margen de beneficio por cada venta, y en los pobres —si es que existen en la economía de mercado y no producen sus propios bienes de consumo a nivel doméstico o local— quienes tienen poco dinero, no están acostumbrados a las novedades y recelan de ella, son reticentes a consumir productos en serie e incluso pueden no estar concentrados en ciudades o no ser accesibles a los fabricantes nacionales. Y lo que es más, no es probable que el mercado de masas crezca mucho más rápidamente que la tasa relativamente lenta de crecimiento de la población. 
Parecería más sensato vestir a las princesas con modelos haute couture que especular con las oportunidades de atraer a las hijas de los campesinos a la compra de medias de seda artificial. El negociante sensato, si tenía elección, fabricaría relojes-joya carísimos para los aristócratas y no baratos relojes de pulsera, y cuanto más caro fuera el proceso de lanzar al mercado artículos baratos revolucionarios, tanto más dudaría en jugarse su dinero en él. Esto lo expresó admirablemente un millonario francés de mediados del siglo XIX, que actuaba en un país donde las condiciones para el industrialismo moderno eran relativamente pobres: “Hay tres maneras de perder el dinero —decía el gran Rothschild—, las mujeres, el juego y los ingenieros. Las dos primeras son más agradables, pero la última es con mucho la más segura”. Nadie podía acusar a Rothschild de desconocer cuál era el mejor camino para conseguir los mayores beneficios. En un país no industrializado no era por medio de la industria.


La industrialización cambia todo esto permitiendo a la producción —dentro de ciertos límites— que amplíe sus propios mercados, cuando no crearlos. Cuando Henry Ford fabricó su modelo “T”, fabricó también algo que hasta entonces no había existido: un amplio número de clientes para un automóvil barato, de serie y sencillo. Por supuesto que su empresa ya no eran tan descaradamente especulativa como parecía. Un siglo de industrialización había demostrado que la producción masiva de productos baratos puede multiplicar sus mercados, acostumbrar a la gente a comprar mejores artículos que sus padres y descubrir necesidades en las que sus padres ni siquiera habían soñado. La cuestión es que antes de la Revolución industrial, o en paises que aún no hubieran sido transformados por ella, Henry Ford no habría sido un pionero económico, sino un chiflado condenado al fracaso.


¿Cómo se presentaron en la Gran Bretaña del siglo XVIII las condiciones que condujeron a los hombres de negocios a revolucionar la producción?¿Cómo se las apañaron los empresarios para prever no ya la modesta aunque sólida expansión de la demanda que podía ser satisfecha del modo tradicional, o por medio de una pequeña extensión y mejora de los viejos sistemas, sino la rápida e ilimitada expansión que la revolución requería? Una revolución pequeña, sencilla y barata, según nuestros patrones, pero no obstante una revolución, un salto en la oscuridad. Hay dos escuelas de pensamiento sobre esta cuestión. Una de ellas hace hincapié sobre todo en el mercado interior, que era con mucho la mayor salida para los productos del país; la otra se fija en el mercado exterior o de exportación, que era mucho más dinámico y ampliable. La respuesta correcta es que probablemente ambos eran esenciales de forma distinta, como también lo era un tercer factor, con frecuencia descuidado: el gobierno.


El mercado interior, amplio y en expansión, sólo podía crecer de cuatro maneras importantes, tres de las cuales no parecían ser excepcionalmente rápidas. Podía haber crecimiento de la población, que creara más consumidores (y, por supuesto, productores); una transferencia de las gentes que recibían ingresos no monetarios a monetarios que creara más clientes; un incremento de la renta per capita, que creara mejores clientes; y que los artículos producidos industrialmente sustituyeran a las formas más anticuadas de manufactura o a las importaciones.


La cuestión de la población es tan importante, y en años recientes ha estimulado tan gran cantidad de investigaciones, que debe ser brevemente analizada aquí. Plantea tres cuestiones de las cuales sólo la tercera atañe directamente al problema de la expansión del mercado, pero todas son importantes para el problema más general del desarrollo económico y social británico. Estas cuestiones son: 1) ¿Qué sucedió a la población británica y por qué? 2) ¿Qué efecto tuvieron estos cambios de población en la economía? 3) ¿Qué efecto tuvieron en la estructura del pueblo británico?


Apenas si existen cómputos fiables de la población británica antes de 1840, cuando se introdujo el registro público de nacimientos y muertes, pero no hay grandes dudas sobre su movimiento general. Entre finales del siglo XVII, cuando Inglaterra y Gales contaban con unos cinco millones y cuarto de habitantes, y mediados del siglo XVIII, la población creció muy lentamente y en ocasiones puede haberse estabilizado o incluso legado a declinar. Después de la década de 1740 se elevó sustancialmente y a partir de la década de 1770 lo hizo con una gran rapidez para las cifras de la época, aunque no para las nuestras. Se duplicó en cosa de 50 o 60 años después de 1780, y lo hizo de nuevo durante los 60 años que van desde 1841 a 1901, aunque de hecho tanto las tasas de nacimiento como las de muerte comenzaron a caer rápidamente desde la década de 1870. Sin embargo, estas cifras globales esconden variaciones muy sustanciales, tanto cronológicas como regionales. Así, por ejemplo, mientras que en la primera del siglo XVIII, e incluso hasta 1780, la zona de Londres hubiera quedado despoblada a no ser por la masiva inmigración de gentes del campo, el futuro centro de la industrialización, el noroeste y las Midlands orientales ya estaban aumentando rápidamente. Después del inicio real de la Revolución industrial, las tasas de crecimiento natural de las regiones principales (aunque no de migración) tendieron a hacerse similares, excepto por lo que respecta al insano cinturón londinense.


Estos movimientos no se vieron afectados, antes del siglo XIX, por la migración internacional, ni siquiera por la irlandesa. ¿Se debieron a variaciones en el índice de nacimientos o de mortalidad? Y si es así ¿cuáles fueron las causas? Estas cuestiones, de gran interés, son inmensamente complicadas aun sin contar con que las informaciones que poseemos al respecto son muy deficientes. 7 Nos preocupan aquí tan sólo en cuanto que pueden arrojar luz sobre la cuestión. En qué grado el aumento de población fue causa, o consecuencia, de factores económicos; esto es, hasta qué punto la gente se casó o concibió hijos más pronto, porque tuvo mejores oportunidades de conseguir un trozo de tierra para cultivar, o un empleo, o bien —como se ha dicho— por la demanda de trabajo infantil. Hasta qué punto declinó su mortalidad porque estaban mejor alimentados o con más regularidad, o a causa de mejoras ambientales. (Ya que uno de los pocos hechos que sabemos con alguna certeza es que la caída de los índices de mortalidad se debió a que morían menos lactantes, niños y quizás adultos jóvenes antes que a una prolongación real de la vida más allá del cómputo bíblico de setenta años, 8 tales disminuciones pudieron acarrear un amento en el índice de nacimientos.
Por ejemplo, si morían menos mujeres antes de los treinta años, la mayoría de ellas es probable que tuvieran los hijos que podían esperar entre los treinta años y la menopausia). Como de costumbre, no podemos responder a estas cuestiones con certeza. Parece claro que la gente tenía mucho más en cuenta los factores económicos al casarse y al tener hijos de lo que se ha supuesto algunas veces, y que determinados cambios sociales (por ejemplo, el hecho de que cada vez los obreros vivieron menos en casas pertenecientes a sus patronos) puedan haber alentado o incluso requerido familias más precoces y, tal vez, más numerosas. 
Es también claro que una economía familiar que tan sólo podía ser compensada por el trabajo de todos sus miembros, y formas de producción que empleaban trabajo infantil estimulaban también el crecimiento de la población. Los contemporáneos opinaban que ésta respondía a los cambios en la demanda de trabajo, y es probable que la tasa de nacimientos aumentara entre las décadas de 1740 y 1780, aunque no debe haberse incrementado de forma significativa a partir de esa fecha. Por lo que hace a la mortalidad, los adelantos médicos casi no desempeñaron ningún papel importante en su reducción (excepto quizás por lo que hace a la vacuna antivariólica) hasta promediado el siglo XIX, por lo que sus cambios se deberán, sobre todo, a cambios económicos, sociales o ambientales. Pero hasta muy avanzado el siglo XIX no parece que hubiera disminuido sensiblemente. Hoy por hoy no podemos ir mucho más allá de semejantes generalizaciones sin entrar en una batalla académica envuelta en la polvareda de la polémica erudita.

¿Cuáles fueron los efectos económicos de estos cambios? Más gente quiere decir más trabajo y más barato, y con frecuencia se supone que esto es un estímulo para el crecimiento económico en el sistema capitalista. Pero por lo que podemos ver hoy en día en muchos paises subdesarrollados, esto no es así. Lo que sucederá simplemente es el hacinamiento y el estancamiento, o quizás una catástrofe, como sucedió en Irlanda y en las Highlands escocesas a principios del siglo XIX (ver infra, p. 287). La mano de obra barata puede retardar la industrialización. Si en la Inglaterra del siglo XVIII una fuerza de trabajo cada vez mayor coadyuvó al desarrollo fue porque la economía ya era dinámica, no porque alguna extraña inyección demográfica la hubiera hecho así. La población creció rápidamente por toda la Europa septentrional, pero la industrialización no tuvo lugar en todas partes. Además, más gente significa más consumidores y se sostiene firmemente que esto proporciona un estímulo tanto para la agricultura (ya que hay que alimentar a esa gente) como para las manufacturas.


Sin embargo, la población británica creció muy gradualmente en el siglo anterior a 1750, y su rápido aumento coincidió con la Revolución industrial, pero (excepto en unos pocos lugares) no la precedió. Si Gran Bretaña hubiera sido un país menos desarrollado, podían haberse realizado súbitas y amplias transferencias de gente digamos que desde una economía de subsistencia a una economía monetaria, o de la manufactura doméstica y artesana a la industria. Pero, como hemos visto, el país era ya una economía de mercado con un amplio y creciente sector manufacturero. Los ingresos medios de los ingleses aumentaron sustancialmente en la primera mitad del siglo XVIII, gracias sobre todo a una población que se estancaba y a la falta de trabajadores. La gente estaba en mejor posición y podía comprar más; además en esta época es probable que hubiera un pequeño porcentaje de niños (que orientaban los gastos de los padres pobres hacia la compra de artículos indispensables) y una proporción más amplia de jóvenes adultos pertenecientes a familias reducidas (con ingresos para ahorrar). Es muy probable que en este período muchos ingleses aprendieran a “cultivar nuevas necesidades y establecer nuevos niveles de expectación”, 9 y por lo que parece, hacia 1750 comenzaron a dedicar su productividad extra a un mayor número de bienes de consumo que al ocio. Este incremento se asemeja más a las aguas de un plácido río que a los rápidos saltos de una catarata. Explica por qué se reconstruyeron tantas ciudades inglesas (sin revolución tecnológica alguna) con la elegancia rural de la arquitectura clásica, pero no por qué se produjo una revolución industrial.

Quizás tres casos especiales sean excepción: el transporte, los alimentos y los productos básicos, especialmente el carbón.


Desde principios del siglo XVIII se llevaron a cabo mejoras muy sustanciales y costosas en el transporte tierra adentro —por río, canal e incluso carretera—, con el fin de disminuir los costos prohibitivos del transporte de superficie: a mediados del siglo, treinta kilómetros de transporte por tierra podían doblar el costo de una tonelada de productos. No podemos saber con certeza la importancia que estas mejoras supusieron para el desarrollo de la industrialización, pero no hay duda de que el impulso para realizarlas provino del mercado interior, y de modo muy especial de la creciente demanda urbana de alimentos y combustible. Los productores de artículos domésticos que vivían en zonas alejadas del mar en las Midlands occidentales (alfareros de Staffordshire, o los que elaboraban utensilios metálicos en la región de Birmingham) presionaban en busca de un transporte más barato. La diferencia en los costos del transporte era tan brutal que las mayores inversiones eran perfectamente rentables. El costo por tonelada entre Liverpool y Manchester o Birmingham se veía reducido en un 80 por ciento recurriendo a los canales.


Las industrias alimenticias compitieron con las textiles como avanzadas de la industrialización de empresa privada, ya que existía para ambas un amplio mercado (por lo menos en las ciudades) que no esperaba más que ser explotado. El comerciante menos imaginativo podía darse cuenta de que todo el mundo, por pobre que fuese, comía, bebía y se vestía. La demanda de alimentos y bebidas manufacturados era más limitada que la de tejidos, excepción hecha de productos como harina, y bebidas alcohólicas, que sólo se preparan domésticamente en economías primitivas, pero, por otra parte, los productos alimenticios eran mucho más inmunes a la competencia exterior que los tejidos. Por lo tanto, su industrialización tiende a desempeñar un papel más importante en los paises atrasados que en los adelantados. Sin embargo, los molinos harineros y las industrias cerveceras fueron importantes pioneros de la revolución tecnológica en Gran Bretaña, aunque atrajesen menos la Aatención que los productos textiles porque no transformaban tanto la economía circundante pese a su apariencia de gigantescos monumentos de la modernidad, como las cervecerias Guinness en Dublin y los celebrados molinos de vapor Albion (que tanto impresionaron al poeta William Blake) en Londres cuanto mayor fuera la ciudad (y Londres era con mucho la mayor de la Europa occidental) y más rápida su urbanización, mayor era el objetivo para tales desarrollos. ¿No fue la invención de la espita manual de cerveza, conocida por cualquier bebedor inglés, uno de los primeros triunfos de Henry Maudslay, uno de los grandes pioneros de la ingeniería?

El mercado interior proporcionó también una salida importante para lo que más tarde se convirtieron en productos básicos. El consumo de carbón se realizó casi enteramente en el gran número de hogares urbanos, especialmente londinenses; el hierro —aunque en mucha menor cantidad— se refleja en la demanda de enseres domésticos como pucheros, cacerolas, clavos, estufas, etc. Dado que las cantidades de carbón consumidas en los hogares ingleses eran mucho mayores que la demanda de hierro (gracias en parte a la ineficacia del hogar-chimenea británico comparado con la esfufa continental), la base preindustrial de la industria del carbón fue más importante que la de la industria del hierro. Incluso antes de la Revolución industrial, su producción ya podía contabilizarse en millones de toneladas, primer artículo al que podían aplicarse tales magnitudes astronómicas. las máquinas de vapor fueron productos de las minas: en 1769 ya se habían colocado un centenar de “máquinas atmosféricas” alrededor de Newcastle-on-Tyne, de las que 57 estaban en funcionamiento. (Sin embargo, las máquinas más modernas, del tipo Watt, que fueron realmente las fundadoras de la tecnología industrial, avanzaban muy lentamente en las minas.)

Por otra parte, el consumo total británico de hierro en 1720 era inferior a 50.000 toneladas, e incluso en 1788, después de iniciada la Revolución industrial, no puede haber sido muy superior a las 100.000. La demanda de acero era prácticamente despreciable al precio de entonces. El mayor mercado civil para el hierro era quizá todavía el agrícola —arados y otras herramientas, herraduras, coronas de ruedas, etc.— que aumentaba sustancialmente, pero que apenas era lo bastante grande como para poner en marcha una transformación industrial. De hecho, como veremos, la auténtica Revolución industrial en el hierro y el carbón tenía que esperar a la época en que el ferrocarril proporcionara un mercado de masas no sólo para bienes de consumo, sino para las industrias de base. El mercado interior preindustrial, e incluso la primera fase de la industrialización, no lo hacían aún a escala suficiente.


La principal ventaja del mercado interior preindustrial era, por lo tanto, su gran tamaño y estabilidad. Es posible que su participación en la Revolución industrial fuera modesta pero es indudable que promovió el crecimiento económico y, lo que es más importante, siempre estuvo en condiciones de desempeñar el papel de amortiguador para las industrias de exportación más dinámicas frente a las repentinas fluctuaciones y colapsos que eran el precio que tenían que pagar por su superior dinamismo. Este mercado acudió al rescate de las industrias de exportación en la década de 1780, cuando la guerra y la revolución americana las quebrantaron y quizás volvió a hacerlo tras las guerras napoleónicas. Además, el mercado interior proporcionó la base para una economía industrial generalizada. Si Inglaterra había de pensar mañana lo que Manchester hoy, fue porque el resto del país estaba dispuesto a seguir el ejemplo del Lanchashire. A diferencia de Shangai en la China precomunista, a Ahmedabad en la India colonial, Manchester no constituyó un enclave moderno en el atraso general, sino que se convirtió en modelo para el resto del país. Es posible que el mercado interior no proporcionara la chispa, pero suministró el combustible y el tiro suficiente para mantener el fuego.


Las industrias para exportación trabajaban en condiciones muy distintas y potencialmente mucho más revolucionarias. Estas industrias fluctuaban extraordinariamente —más del 50 por ciento en un solo año—, por lo que el empresario que andaba lo bastante listo como para alcanzar las expansiones podía hacer su agosto. A la larga, estas industrias se extendieron más, y con mayor rapidez, que las de los mercados interiores. Entre 1700 y 1750 las industrias domésticas aumentaron su producción en un siete por ciento, en tanto que las orientadas a la exportación lo hacían  en un 76 por ciento; entre 1750 y 1770 (que podemos considerar como el lecho del take-off industrial) lo hicieron en otro siete por ciento y 80 por ciento respectivamente. La demanda interior crecía, pero la exterior se multiplicaba. Si era precisa una chispa, de aquí había de llegar. La manufactura del algodón, primera que se industrializó, estaba vinculada esencialmente al comercio ultramarino. Cada onza de material en bruto debía ser importada de las zonas subtropicales o tropicales, y, como veremos, sus productos habían de venderse mayormente en el exterior. Desde fines del siglo XVIII ya era una industria que exportaba la mayor parte de su producción total, tal vez dos tercios hacia 1805.

Este extraordinario potencial expansivo se debía a que las industrias de exportación no dependían del modesto índice “natural” de crecimiento de cualquier demanda interior del país. Podían crear la ilusión de un rápido crecimiento por dos medios principales: controlando una serie de mercados de exportación de otros paises y destruyendo la competencia interior dentro de otros, es decir, a través de los medios políticos o semipolíticos de guerra y colonización. El país que conseguía concentrar los mercados de exportación de otros, o monopolizar los mercados de exportación de una amplia parte del mundo en un período de tiempo lo suficientemente breve, podía desarrollar sus industrias de exportación a un ritmo que hacía la Revolución industrial no sólo practicable para sus empresarios, sino en ocasiones virtualmente compulsoria. Y esto es lo que sucedió en Gran Bretaña en el siglo XVIII.

La conquista de mercados por la guerra y la colonización requería no sólo una economía capaz de explotar esos mercados, sino también un gobierno dispuesto a financiar ambos sistemas de penetración en beneficio de los manufactureros británicos. Esto nos lleva al tercer factor en la génesis de la Revolución industrial: el gobierno. Aquí la ventaja de Gran Bretaña sobre sus competidores potenciales es totalmente obvia. A diferencia de algunos (como Francia), Inglaterra está dispuesta a subordinar toda la política exterior a sus fines económicos. Sus objetivos bélicos eran comerciales, es decir, navales. El gran Chatham dio cinco razones en un memorándum en le que abogaba por la conquista de Canadá: las cuatro primeras eran puramente económicas.
 A diferencia de otros paises (como Holanda), los fines económicos de Inglaterra no respondían exclusivamente a intereses comerciales y financieros, sino también, y con signo creciente, a los del grupo de presión de los manufactureros; al principio la industria lanera de gran importancia fiscal, luego las demás. Esta pugna entre la industria y el comercio (que ilustra perfectamente la compañía de las Indias Orientales) quedó resuelta en el mercado interior hacia 1700, cuando los productores ingleses obtuvieron medidas proteccionistas contra las importaciones de tejidos de la India; en el mercado exterior no se resolvió hasta 1813, cuando la Compañía de las Indias Orientales fue privada de su monopolio en la India, y este subcontinente quedó sometido a la desindustrialización y a la importación masiva de tejidos de algodón del Lancashire. 
Finalmente, a diferencia de todos sus demás rivales, la política inglesa del siglo XVIII era de agresividad sistemática, sobre todo contra su principal competidor: Francia. De las cinco grandes guerras de la época, Inglaterra sólo estuvo a la defensiva en una. El resultado de este siglo de guerras intermitentes fue el mayor triunfo jamás conseguido por ningún estado: los monopolios virtuales de las coloniales ultramarinas y del poder naval a escala mundial. Además, la guerra misma, al desmantelar los principales competidores de Inglaterra en Europa, tendió a aumentar las exportaciones; la paz, por el contrario, tendían reducirlas.
La guerra —y especialmente aquella organización de clases medias fuertemente mentalizada por el comercio: la flota británica —contribuyó aún más directamente a la innovación tecnológica y a la industrialización. Sus demandas no eran despreciables: el tonelaje de la flota pasó de 100.000 toneladas en 1685 a unas 325.000 en 1760, y también aumentó considerablemente la demanda de cañones, aunque no de un modo tan espectacular. La guerra era, por supuesto, el mayor consumidor de hierro, y el tamaño de empresas como Wilkinson, Walkers y Carron Works obedecía en buena parte a contratos gubernamentales para la fabricación de cañones, en tanto que la industria de hierro de Gales del Sur dependía también de las batallas. Los contratos del gobierno, o los de aquellas grandes entidades cuasi gubernamentales como la Compañía de las Indias Orientales, cubrían partidas sustanciosas que debían servirse a tiempo. Valía la pena para cualquier negociante la introducción de métodos revolucionarios con tal de satisfacer los pedidos de semejantes contratos. Fueron muchos los inventores o empresarios estimulados por aquel lucrativo porvenir. Henry Cort, que revolucionó la manufactura del hierro, era en la década de 1760 agente de la flota, deseoso de mejorar la calidad del producto británico “para suministrar hierro a la flota”. 12 Henry Maudslay pionero de las máquinas-herramienta, inició su carrera comercial en el arsenal de Woolwich y sus caudales (al igual que los del gran ingeniero Mark Isambard Brunel, que había prestado servicio en la flota francesa) estuvieron estrechamente vinculados a los contratos navales.
El papel de los tres principales sectores de demanda en la génesis de la industrialización puede resumirse como sigue: las exportaciones, respaldadas por la sistemática y agresiva ayuda del gobierno, proporcionaron la chispa, y —con los tejidos de algodón— el “sector dirigente” de la industria. Dichas exportaciones indujeron también mejoras de importancia en el transporte marítimo. El mercado interior proporcionó la base necesaria para una economía industrial generalizada y —a través del proceso de urbanización— el incentivo para mejoras fundamentales en el transporte 

terrestre, así como una amplia plataforma para la industria del carbón y para ciertas innovaciones tecnológicas importantes. El gobierno ofreció su apoyo sistemático al comerciante y al manufacturero y determinados incentivos, en absoluto despreciables, para la innovación técnica y el desarrollo de las industrias de base.
Si volvemos a nuestras preguntas previas —¿por qué Gran Bretaña y no otro país? ¿por qué a fines del siglo XVII y no antes o después?—, la respuesta ya no es tan simple. Es cierto que hacia 1750 era bastante evidente que si algún estado iba a ganar la carrera de la industrialización ese sería Gran Bretaña. Los holandeses se habían instalado cómodamente en los negocios al viejo estilo, la explotación de su vasto aparto financiero y comercial, y sus colonias; los franceses, aunque su desarrollo corría parejas con el de los ingleses (cuando éstos no se lo impedían con la guerra), no pudieron reconquistar el terreno perdido en la gran época de depresión económica, el siglo XVII. En cifras absolutas y hasta la Revolución industrial ambos paises podían aparecer como potencias de tamaño equivalente, pero aun entonces tanto el comercio como los productos per capita franceses estaban muy lejos de los británicos.

Pero esto no explica por qué el estallido industrial sobrevino cuando lo hizo, en el último tercio o cuarto del siglo XVIII. La respuesta precisa a esta cuestión aún es incierta, pero es claro que sólo podemos hallarla volviendo la vista hacia la economía general europea o “mundial” de la que Gran Bretaña formaba parte; 14 es decir, a las zonas “adelantadas” (la mayor parte) de la Europa occidental y sus relaciones con las economías coloniales y semicoloniales dependientes, los asociados comerciales marginales, y las zonas aún no involucradas sustancialmente en el sistema europeo de intercambios económicos.
El modelo tradicional de expansión europea —mediterráneo, y cimentado en comerciantes italianos y sus socios, conquistadores españoles y portugueses, o báltico y basado en las ciudades-estado alemanas— había periclitado en la gran depresión económica del siglo XVII. Los nuevos centros de expansión eran los estados marítimos que bordeaban el Mar del Norte y el Atlántico Norte. Este desplazamiento no era sólo geográfico, sino también estructural. El nuevo tipo de relaciones establecido entre las zonas “adelantadas” y el resto del mundo tendió constantemente, a diferencia del viejo, a intensificar y ensanchar los flujos del comercio. La poderosa creciente y dinámica corriente de comercio ultramarino que arrastró con ella a las nacientes industrias europeas —y que, de hecho, algunas veces las creó — era difícilmente imaginable sin este cambio, que se apoyaba en tres aspectos: en Europa, en la constitución de un mercado para productos ultramarinos de uso diario, mercado que podía ensancharse a medida que estos productos fueron disponibles en mayores cantidades y a más bajo costo; en ultramar en la creación de sistemas económicos para la producción de tales artículos (como, por ejemplo, plantaciones basadas en el trabajo de esclavos), y en la conquista de colonias destinadas a satisfacer las ventajas económicas de sus propietarios europeos.

Para ilustrar el primer aspecto: hacia 1650 un tercio del valor de las mercancías procedente de la India vendidas en Amsterdam consistía en pimienta —el típico producto en el que se hacían los beneficios “acaparando” un pequeño suministro y vendiéndolo a precios monopolísticos—; hacia 1780 esta proporción había descendido el 11 por ciento. Por el contrario, hacia 1780 el 56 por ciento de tales ventas consistía en productos textiles, té y café, mientras que en 1650 estos productos sólo constituían el 17,5 por ciento. Azúcar, té, café, tabaco y productos similares, en lugar de oro y especias, eran ahora las importaciones características de los Trópicos, del mismo modo que en lugar de pieles ahora se importaba del este europeo trigo, lino, hierro, cáñamo y madera. 
El segundo aspecto puede ser ilustrado por la expansión del comercio más inhumano, el tráfico de esclavos. En el siglo XVI menos de un millón de negros pasaron de África a América; en el siglo XVII quizá fueron tres millones —principalmente en la segunda mitad, ya que antes se les condujo a las plantaciones brasileñas precursoras del posterior modelo colonial—; en el siglo XVIII el tráfico de esclavos negros llegó quizás a siete millones. 
El tercer aspecto apenas si requiere clarificación. En 1650 ni Gran Bretaña ni Francia eran aún potencias imperiales, mientras que la mayor parte de los viejos imperios español y portugués estaba en ruinas o eran sólo meras siluetas en el mapa mundial. El siglo XVIII no contempló tan sólo el resurgir de los imperios más antiguos (por ejemplo en Brasil y México), sino la expansión y explotación de otros nuevos: el británico y el francés, por no mencionar ensayos ya olvidados a cargo de daneses, suecos y otros. Lo que es más, el tamaño total de estos imperios como economías aumentó considerablemente. En 1701 los futuros Estados Unidos tenían menos de 300.000 habitantes; en 1790 contaban con casi cuatro millones, e incluso Canadá pasó de 14.000 habitantes en 1695 hasta casi medio millón en 1800.

Al espesarse la red del comercio internacional, sucedió otro tanto con el comercio ultramarino en los intercambios con Europa. En 1680 el comercio con las Indias orientales alcanzó un ocho por ciento del comercio exterior total de los holandeses, pero en la segunda mitad del siglo XVIII llegó a la cuarta parte. La evolución del comercio francés fue similar. Los ingleses recurrieron antes al comercio colonial. Hacia 1700 se elevaba ya a un quince por ciento de su comercio total, y en 1775 llegó a un tercio. La expansión general del comercio en el siglo XVIII fue bastante impresionante en casi todos los paises, pero la expansión del comercio conectado con el sistema colonial fue espléndida. Por poner un solo ejemplo: tras la guerra de sucesión española, salían cada año de Inglaterra con destino a África entre dos y tres mil toneladas de barcos ingleses, en su mayoría esclavistas; después de la guerra de los Siete Años entre quince y diecinueve mil, y tras la guerra de Independencia americana (1787) veintidós mil.

Esta extensa y creciente circulación de mercancías no sólo trajo a Europa nuevas necesidades y el estímulo de manufacturar en el interior importaciones de materias primas extranjeras: “Sajonia y otros paises de Europa fabrican finas porcelanas chinas —escribió el abate Raynal en 1777—, Valencia manufactura pequines superiores a los chinos; Suiza imita las ricas muselinas e indianas de Bengala; Inglaterra y Francia estampan linos con gran elegancia; muchos objetos antes desconocidos en nuestros climas dan trabajo a nuestros mejores artistas, ¿no estaremos, pues, por todo ello, en deuda con la India?”Además de esto, la India significaba un horizonte ilimitado de ventas y beneficios para comerciantes y manufactureros. Los ingleses —tanto por su política y su fuerza como por su capacidad empresarial e inventiva— se hicieron con el mercado.

Detrás de la Revolución industrial inglesa, está esa proyección en los mercados coloniales y “subdesarrollados” de ultramar y la victoriosa lucha para impedir que los demás accedieran a ellos. Gran Bretaña les derrotó en Oriente: en 1766 las ventas británicas superaron ampliamente a los holandeses en el comercio con China. Y también en Occidente: hacia 1780 más de la mitad de los esclavos desarraigados de África (casi el doble del tráfico francés) aportaba beneficios a los esclavistas británicos. Todo ello en beneficio de las mercancías británicas. Durante unas tres décadas después de la guerra de Sucesión española, los barcos que zarpaban rumbo a África aún transportaban principalmente mercancías extranjeras (incluidas indias), pero desde poco después de la guerra de Sucesión austríaca transportaban sólo mercancías británicas. La economía industrial británica creció a partir del comercio, y especialmente del comercio, y especialmente del comercio con el mundo subdesarrollado. A todo lo largo del siglo XIX iba a conservar este peculiar modelo histórico: el comercio y el transporte marítimo mantenían la balanza de pagos británica y el intercambio de materias primas ultramarinas para las manufacturas británicas iba a ser la base de la economía internacional de Gran Bretaña.

Mientras aumentaba la corriente de intercambios internacionales, en algún momento del segundo tercio del siglo XVIII pudo advertirse una revitalización general de las economías internas. Este no fue un fenómeno específicamente británico, sino que tuvo lugar de modo muy general, y ha quedado registrado en los movimientos de los precios (que iniciaron un largo período de lenta inflación, después de un siglo de movimientos fluctuantes e indeterminados), en lo poco que sabemos sobre la población, la producción y otros aspectos. La Revolución industrial se forjó en las décadas posteriores a 1740, cuando este masivo pero lento crecimiento de las economías internas se combinó con la rápida (después de 1750 extremadamente rápida) expansión de la economía internacional, y en el país que supo movilizar las oportunidades internacionales para llevarse la parte del león en los mercados de ultramar.


Ver siguiente: LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL
NOTAS




1. El debate moderno sobre la Revolución industrial y el desarrollo económico se inicia con Karl Marx, El Capital, libro primero, sección VII, caps. 23-24 (edición castellana del Fondo de Cultura Económica, México, 1946). Para opiniones marxistas recientes véase M. H. Dobb, Studdies in Economic Development (1946) (hay traducción castellana: Estudios sobre el desarrollo del capitalismo, Buenos Aires, 1971). Some Aspects of Economic Development (1951), y la estimulante obra de K. Polanyi, Origins of our Time (1945). D. S. Landes, Cambridge Economic History of Europe, vol. VI, 1965, ofrece una penetrante introducción a tratamientos académicos modernos del tema; véase también Phyllis Deane, The First Industrial Revolution (1965) (B) (hay traducción castellana: La primera revolución industrial, Barcelona, 1968). Para comparaciones anglo-americanas y anglo-francesas, ver H. J. Habbakuk, American and British Technology in the 19th Century (1962). P. Bairoch, Révolution industrielle et sous-développement (1963) (hay traducción castellana: Revolución industrial y subdesarrollo, Madrid, 1967).


Para verse con respecto de las teorías académicas sobre el desarrollo económico en general, pueden verse algunos manuales, entre ellos B. Higins, Economic Development (1959). Para aproximaciones más sociológicas, ver Brt Hoselitz, Sociological Aspects of Economic Growth 9160); Wilbert Moore, Industrialization and Labour (1951); Everett Hagen, On the Theory of Social Change (1964) B. Ver también las figuras 1-3, 14, 23, 26, 28, 37.


Sobre Gran Bretaña en la economía mundial del siglo XVIII, véase F. Mauro, L’expansion européenne 1600-1870 (1964) (hay traducción castellana: La expansión europea 1600-1870, Barcelona 1968); Ralph Davis, “English Foreign Trade 1700-1774”, en Economic History Review (1962).


2 Para nuestros fines es irrelevante si ello fue puramente fortuito o (como es mucho más probable) resultado de primitivos logros económicos y sociales europeos.


3 Además, la teoría de que el desarrollo económico francés en el siglo XVIII fue abortado por la expulsión de los protestantes a fines del XVI, hoy en día no está aceptada generalmente o, como mínimo, es muy controvertida.


4 Cuando los escritores de principios del siglo XIX hablaban del “campesinado”, solían referirse a los “jornaleros agrícolas”.


5 C. P. Kindleberger, Economic Growth in France and Britain 1964), p. 153.


6 En 1965 la población del continente que crecía con mayor rapidez, Latinoamérica, aumentaba a un ritmo no muy alejado del doble de este índice.


7 Para una guía sobre estos problemas, véase D. V. Glass y E. Grebenik, “World Population 1800-1950”, en Cambridge Economic History of Europe, vol, pp. 60-138.


8 Esto aún es sí. Mucha gente sobrevive a su cómputo bíblico, pero en conjunto los viejos no mueren de mayor edad que en el pasado.


9 De un documento inédito “Population and Labour Suply”, por H. C. Pentland.




10 Se sigue de ello que si un país lo lograba, difícilmente podrían desarrollar otros la base para al Revolución industrial. En otras palabras es probable que en condiciones preindustriales sólo fuera viable un único pionero de la industrialización nacional (Gran Bretaña) y no la industrialización simultánea de varias “economías adelantadas”. En consecuencia, pues —al menos por algún tiempo—, sólo fue posible un único “taller del mundo”.


11 La guerra de Sucesión española (1702-1713), la de Sucesión austríaca (1739-1748), la guerra de los Siete Años (1756-1763), la de Independencia americana (1776-1783) y las guerras revolucionarias y napoleónicas (1793-1815).


12 Samuel Smiles, Industrial Biography, p. 114.


13 No hay que olvidar el papel pionero de los propios establecimientos del gobierno. Durante las guerras napoleónicas fueron los precursores de las cintas transportadoras y la industria conservera, entre otras cosas.


14 Esto ha de entenderse solamente como indicativo de que la economía europea era el centro de una red a escala mundial, pero no debe deducirse que todas las partes del mundo estuvieran unidas por esta red.


15 Aunque probablemente estas cifras son exageradas, los órdenes de magnitud son realistas.


16 Abbé Rayal, The Philosophical and Political History of the Settlements and Trade of the European in the East and West Indies (1776), vol. II, p. 288 (título de la obra original: Historie philosophique et politieque des établissements et du commerce des eurpéens dans les deux Indes; hay traducción castellana de los cinco primeros libros: Historia política de los establecimientos ultramarinos de las naciones europeas, Madrid, 1784-1790).


17 Sólo unos pocos años después no hubiera dejado de mencionar a los más felices imitadores de los indios: Manchester.